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Jóvenes con los pies en la tierra y la mirada en el futuro

Oscar Humberto González Ortiz

El lavatorio de pies en la tradición cristiana representa la esencia del verdadero liderazgo: servicio antes que poder, humildad por encima de jerarquías; este gesto trasciende lo religioso para convertirse en metáfora política. Este ritual ancestral encuentra eco en la Venezuela actual, donde el cuidado de nuestros profesores y jóvenes debe convertirse en el acto político más revolucionario. Simón Rodríguez, visionario de la educación popular, nos susurra desde el pasado: «Inventamos o erramos», una máxima que hoy adquiere urgencia frente a la diáspora juvenil incentivada por medios y redes sociales. 

Este símbolo de origen religioso, arraigado en la humildad, contrasta con la realidad de un sistema educativo donde los profesores abandonan aulas desvencijadas y los jóvenes emigran ante la ausencia de oportunidades. Simón Rodríguez, el filósofo que enseñaba bajo árboles, recordaría que “la América debe inventar su propio camino”, lo cual es un llamado urgente cuando las redes sociales prometen paraísos ajenos mientras aquí faltan libros y sobran promesas incumplidas. 

Juan José Rondón, aquel joven que transitó de realista a patriota, que cambió de bando en la Guerra de Independencia, personifica la encrucijada actual: talentos que dudan entre servir a su tierra o partir. Las estadísticas gritan lo que las políticas callan: instalaciones deportivas convertidas en esqueletos de concreto, bibliotecas que guardan polvo en lugar de ideas, escuelas donde el silencio sustituye a los maestros. Andrés Bello, arquitecto de universidades, exigiría bibliotecas vivas con acceso digital universal. Arturo Uslar Pietri, desde su visión agrícola, demandaría escuelas técnicas con laboratorios de biotecnología tropical. 

Del Llano a las nubes digitales: Tejiendo la red del futuro

Venezuela necesita un ejército distinto: brigadas de jóvenes programadores que codifiquen soluciones para el campo, ingenieros agrónomos que combinen drones con arados, maestros rurales conectados a plataformas globales de conocimiento. José Félix Ribas, el líder que convocó a adolescentes para defender la patria, hoy convocaría a hackatones para desarrollar Apps que midan la humedad del suelo o moneticen cosechas mediante blockchain; este héroe de la Independencia, enseñaría que la persuasión auténtica nace del ejemplo, no de los discursos. Las universidades deben transformarse en faros de innovación. 

Imaginemos aulas donde se enseñe inteligencia artificial aplicada a la agricultura, donde los estudiantes de Caracas colaboren con campesinos de Calabozo para optimizar cultivos mediante algoritmos. Las escuelas técnicas rurales podrían convertirse en centros de manufactura digital, con impresoras 3D creando herramientas para reparar maquinaria agrícola, drones ensamblados en Guárico monitoreando siembras en Barinas. 

Los jóvenes requieren pruebas de fuego modernas: proyectos concretos que los conviertan en protagonistas. Un plan nacional que ofrezca créditos blandos para startups tecnológicas vinculadas al campo, pasantías en empresas de agroindustria 4.0, concursos públicos para resolver problemas comunitarios mediante ingeniería simple. La generación Rondón del siglo XXI  necesita laboratorios equipados, conexión satelital gratuita en los llanos, mentores que los guíen desde la idea hasta el prototipo funcional. 

El lavatorio de pies contemporáneo implica limpiar las heridas del sistema educativo. Profesores que reflejen su rol de arquitectos sociales, aulas con equipos de realidad virtual para enseñar historia patria, programas de intercambio que los conecten con innovaciones pedagógicas globales. Las bibliotecas deben renacer como hubs tecnológicos: libros físicos junto a servidores locales con Wikipedia online, talleres de reparación de celulares al lado de clubes de lectura.

Mientras Europa y Suramérica se benefician de talentos venezolanos, aquí se siembra el futuro. El campo venezolano clama por una revolución tecnológica-campesina. Mientras las redes sociales muestran supuestos paraísos extranjeros, debemos demostrar cómo un joven en Guárico puede controlar cultivos mediante Apps desde su teléfono; otro joven en San José de Guaribe podría estar desarrollando el próximo algoritmo para predecir inundaciones,  o una muchacha en San José de Río Chico podría crear la primera marca global de cacao 100% trazable mediante NFT. El campo no es atraso, es frontera de innovación: biotecnología aplicada a semillas autóctonas, energía solar alimentando riego por goteo, redes comunitarias sustituyendo telecomunicaciones fallidas. 

Los adultos que olvidaron su rebeldía juvenil tienen una deuda: entregar herramientas, no consejos. El verdadero homenaje a Bolívar consiste en construir centros de investigación donde se estudie la fotosíntesis del merey para crear energías limpias; en crear y convertir las escuelas granjas en incubadoras de empresas rurales; en demostrar que quedarse es tan heroico como partir. Venezuela será escrita nuevamente por manos jóvenes que mezclen tierra bajo las uñas con código binario en las pantallas.

No se trata de pensar por los jóvenes, hay que crear las condiciones para que ellos piensen el país. El lavatorio de pies contemporáneo implica limpiar las aulas, reparar los laboratorios, conectar las escuelas rurales a internet satelital. Servir de verdad, no con rituales vacíos. Venezuela posee todos los elementos para esta transformación: mentes brillantes, tierras fértiles, energía creativa acumulada. 

El desafío reside en articularlos en un proyecto nacional donde cada joven se sienta arquitecto de su futuro, donde cada profesor se reconozca como guía indispensable, donde el conocimiento se convierta en el petróleo del siglo XXI. El momento exige pasar de la nostalgia a la acción, de la queja a la construcción, del éxodo al arraigo creador.


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