Chávez Inmaterial: La Arquitectura Política del Colectivo en la
Venezuela del Siglo XXI
Por: Óscar González
La figura de Hugo Chávez trasciende el ámbito de lo político para
encarnar la vida cotidiana en Venezuela. No es un santo, ni un fantasma: es un
código cultural que se activa en las colas para comprar pan, en las aulas
universitarias que él multiplicó, y hasta en los morrales gastados que aún
exhiben su mensaje en humildes casas de la Comunidad de Puente de Hierro en San
Juan de los Morros.
Su permanencia, una década después de su muerte, no se explica por
dogmas ni rituales religiosos; es una ingeniería simbólica que fusionó
ideología con identidad, transformando al líder en un espejo donde el pueblo se
reconoce. Mientras el antichavismo lo reduce a un experimento fallido, sus
bases lo recuerdan como el artífice de una épica donde la política fue, por
primera vez, un acto de pertenencia colectiva.
De Carabobo al siglo XXI, la fe en lo Colectivo muestra a José Antonio
Páez, antes de la Batalla de Carabobo, blandiendo su sable y arrodillándose
ante el Nazareno de Achaguas, buscando en la fe un arma contra el Imperio
Español. Dos siglos después, Chávez, enfrentando un cáncer, además de invocar
santos, convocó al pueblo. Su “fe” política se centraba en la certeza de que la
movilización popular podía desafiar diagnósticos médicos y geopolíticos. Cuando
pidió votar por Nicolás Maduro Moros, no estaba transfiriendo poder, estaba
delegando una misión.
El Morral como bandera es un símbolo en economía de escasez; por
ejemplo, en Puente de Hierro, un morral con el mensaje de Chávez colgando en la
sala de una casa de zinc, no es nostalgia: es un manifiesto. Recordemos que,
durante su gobierno, la matrícula universitaria creció, se crearon bancos “el
del Pueblo”, “el de la Mujer”, y las Misiones médicas llegaron a barrios
olvidados. Estos logros, hoy erosionados por los bloqueos, siguen siendo
“prueba de concepto” de un proyecto que democratizó derechos. El morral,
entonces, es un recordatorio de que las políticas sociales fueron herramientas
de dignidad, como dijo Simón Rodríguez: “Inventamos o erramos”, y Chávez
inventó una gramática política donde el pueblo fue sujeto, no objeto.
Una morbosa dicotomía
Chavismo vs. Antichavismo, con esta contraposición aún intentan mostrar
este campo de batalla polarizante, enfocado por algunos como un debate
ideológico el cual ya parece una guerra de narrativas. Para los primeros,
Chávez encarna la resistencia contra un orden global; para los segundos, es el
origen de la pérdida de privilegios. Sin embargo, ambos coinciden en algo: su
figura es ineludible. El eslogan “Yo soy Chávez” no busca deificarlo, éste
subraya que su legado es una identidad compartida, una forma de habitar la
política desde la lealtad a los excluidos. Incluso sus críticos admiten su
genio para convertir la marginalidad en protagonismo, como cuando bailó joropo
en televisión nacional o cantó rancheras en actos públicos, gestos que
descolocaron a una élite acostumbrada a líderes distantes.
La dualidad, teoría y calle logró lo que pocos en América Latina:
articular un proyecto geopolítico ambicioso (el ALBA, Petrocaribe) sin perder
conexión con las texturas cotidianas del pueblo. Mientras diseñaba una nueva
Constitución, compartía café con campesinos, mientras denunciaba el
imperialismo en la ONU, organizaba ligas deportivas en barrios a través de la
Misión Barrio Adentro. Esta dualidad —estratega global y vecino de esquina—
explica su vigencia. Su socialismo no fue una importación europea: fue un
“socialismo criollo”, alimentado por el olor a maíz tostado en los conucos y el
ritmo de las gaitas zulianas.
En la resistencia en tiempos de bloqueo, el soberano como
arquitecto, sobrevive a más de 1.000 sanciones, a una
hiperinflación y a un éxodo masivo. Sin embargo, en los barrios, el chavismo
persiste como resiliencia organizada: comedores comunitarios autogestionados,
radios comunales, en comunidades orientan al trueque para intentar burlar al
dólar. Esta resistencia no es espontánea, es herencia de un proyecto que enseñó
al pueblo a verse como “soberano”; es decir, como actor político incluso en la
adversidad.
Cuando se va la luz, no es el Estado el que ilumina, son las velas de
una vecina que recuerda cómo Chávez electrificó su rancho. Chávez no murió en
2013, se transformó en un hecho
cultural. Está en el estudiante que ingresa a una universidad pública, en la
mujer que exige igualdad, y en el campesino que defiende su conuco ante la
agresividad de terratenientes. Su legado no es un partido, ni una estatua, es
una metodología para reinventar la política desde abajo. Como Bolívar, que soñó
una patria grande, o Simón Rodríguez, que imaginó escuelas bajo árboles, Chávez
convirtió a Venezuela en un laboratorio de utopías. Hoy, en un mundo de
algoritmos y desencanto, sigue siendo un manual de instrucciones para creer
que, incluso en la crisis, el pueblo puede ser dueño de su destino. Porque, al
final, la mejor definición de Chávez no la dio un politólogo: la dio un niño en
un barrio de Caracas que, al ver su foto, dijo: “Ese señor era como mi abuelo:
nos enseñó”.