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La Unidad Como Acto Revolucionario: Legado y Desafío en el Siglo XXI.

Por: Óscar Humberto González Ortiz

La historia no es un relato estático, es un diálogo entre el pasado y presente. Cuando Simón Bolívar, en el ocaso de su vida, pronunció aquellas palabras en 1830 —“Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”—, no  revelaba el desgaste de un líder ante la fragmentación política, trazaba un desafío ético para las generaciones futuras.

Hoy, casi dos siglos después, su llamado es una urgencia en el mundo marcado por polarizaciones, donde la idea de “unidad” parece oscilar entre ideales románticos y necesidades pragmáticas. Pero ¿cómo trascender la retórica y convertirla en acción? La respuesta, quizás, yace en reinterpretar el concepto: la unidad no como homogenización, sino como tejido de diversidades en movimiento.

Bolívar, estratega y visionario, comprendió que sin cohesión social toda victoria militar sería efímera. Sus proclamas no eran simples expresiones de arengas, eran advertencias fundadas en la experiencia: la Gran Colombia se desmoronaba no por falta de heroísmo (eso sobraba), sino por la incapacidad de gestionar diferencias. Sin embargo, aquí surge una paradoja: la unidad que él anhelaba no implicaba silenciar disidencias, estaba orientada a articularlas bajo un proyecto común.

En esencia, su mensaje era una invitación a convertir el conflicto en motor de progreso, no en obstáculo. Esta perspectiva, aún vigente, choca con realidades contemporáneas: algoritmos que refuerzan burbujas ideológicas, líderes que monetizan el odio, y narrativa pública que glorifica la confrontación. Frente a esto, la verdadera “lucha” —como él la nombró— no es contra el enemigo externo, sino contra la comodidad de la división.

Ahora bien, ¿cómo operacionalizar esta visión en el siglo XXI? Primero, reconociendo que la unidad no es un punto de llegada, es un proceso; las sociedades actuales, hiperconectadas pero fragmentadas, requieren espacios donde las contradicciones puedan negociarse sin violencia. Por ejemplo, iniciativas como asambleas de ciudadanos deliberativas —donde personas de distintas posturas construyan consensos sobre políticas públicas— encarnan el principio bolivariano de transformar el disenso en arquitectura social. Segundo, la tecnología, lejos de ser solo un divisor, podría ser herramienta de empatía: plataformas que fomenten diálogos cruzados entre grupos antagónicos, usando herramientas tecnológicas como por ejemplo la inteligencia artificial para moderar sesgos, en lugar de explotarlos.

No obstante, ningún avance técnico sustituirá la voluntad política. Aquí radica el núcleo de la “batalla” moderna: desmontar estructuras de poder que se benefician de la desunión. Bolívar enfrentó a imperios coloniales; hoy, el enemigo es más abstracto —corporaciones que manipulan legislaciones, medios que trivializan el debate—, pero igualmente tangible. La victoria, en este contexto, no sería un evento épico, es acumulativo: leyes anticorrupción robustas, educación cívica crítica, medios públicos comunitarios. Cada paso, por pequeño que sea, acerca a aquella “Unión” que el Libertador vislumbró no como utopía, ya es un imperativo de supervivencia.

En última instancia, el legado de Bolívar interpela a redefinir el heroísmo: ya no se trata de gestas individuales, sino de colectivos que tejen resiliencia desde la discrepancia. Como él intuyó, los tiempos difíciles no son anomalías, son la norma histórica; por ello, la verdadera innovación está en crear mecanismos que conviertan la diversidad en fuerza motriz. La unidad, entonces, no es un monumento al pasado, es un verbo en presente: un acto de coraje cotidiano que, entreteje voces distintas, escribiendo futuros posibles.

La unidad como utopía concreta: dialécticas históricas y desafíos contemporáneos.

Cuando Hugo Chávez rescató el concepto de unidad —no como una réplica de 1830, sino como un imperativo adaptado a las tensiones del siglo XXI—, reactivó una discusión que atraviesa la identidad latinoamericana como un río subterráneo: ¿por qué, a pesar de su invocación constante, la unidad se resiste a materializarse como proyecto colectivo?

La disolución de la Gran Colombia en 1830, aquel experimento bolivariano que sucumbió a las pugnas regionales y a los intereses fragmentarios, ilustra un dilema fundacional: la unidad no es solo un acto político, es una construcción cultural que exige negociar memorias, aspiraciones y contradicciones. Chávez, al evocar la necesidad de "lucha, batalla y victoria" en el contexto globalizado, no proponía un regreso romántico al pasado, expresaba una reinvención de la unidad bajo parámetros inéditos: una que integrara la diversidad social, resistiera el neoliberalismo y enfrentara la colonialidad del poder aún vigente. Sin embargo, la complejidad radica en que el siglo XXI se multiplicaron los frentes de fragmentación. Si en el siglo XIX las divisiones surgían de caudillismos y proyectos nacionales incipientes, hoy emergen de la hiperconectividad que, paradójicamente, atomiza las luchas.

Las redes sociales, por ejemplo, pueden movilizar multitudes, pero también alimentan glóbulos de ideologías donde el consenso se vuelve esquivo. Además, la globalización económica crea interdependencias asimétricas: mientras las élites transnacionales operan sin fronteras, los pueblos enfrentan migraciones forzadas y economías precarizadas, dificultando la cohesión.

Chávez lo intuía al promover alianzas como el ALBA o Petrocaribe, mecanismos que buscaban contrarrestar hegemonías mediante cooperación sur-sur, pero incluso esos esfuerzos chocaron con realidades locales donde la desconfianza histórica persistía. ¿Es entonces la unidad una quimera? No necesariamente. Quizás el error esté en concebirla como un estado final y no como un proceso en constante fricción.

El filósofo Enrique Dussel plantea que la liberación de los pueblos requiere una "comunidad de víctimas" que, reconociendo su opresión compartida, teja solidaridades prácticas. En esa línea, la unidad no sería homogeneidad, es un *pluralismo articulado* donde movimientos indígenas, obreros, feministas y ecologistas converjan sin diluir sus particularidades. El desafío actual, no es repetir eslóganes, es pensar en crear instituciones flexibles que traduzcan demandas dispersas en agendas comunes. Después de dos siglos de intentos, tal vez la respuesta esté en aceptar que la unidad no se decreta, se cultiva en la praxis diaria de escuchar, ceder y reinventar. Como diría el propio Chávez: "La patria es un dolor que aún no cesa, pero también un horizonte que nos convoca a remar juntos, incluso contra la corriente".

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