Chávez: La metáfora viva y la Revolución que se escribe
en colectivo
Por: Oscar Humberto González Ortiz
En el imaginario político y social de
América Latina, pocas figuras generaron una simbiosis tan intensa entre el
liderazgo personal y la construcción de un símbolo colectivo como Hugo Chávez.
Su legado, lejos de encapsularse en nostalgia, se transformó en narrativa viva,
en fenómeno que trascendió la biografía para convertirse en fuerza identitaria.
La frase «Chávez no murió, se
multiplicó» no es un eslogan, es un mecanismo retórico que desafía la
linealidad de la historia; aquí, la muerte física se contrapone a la
proliferación de su ideario en acciones, gestos y consignas que habitan en
millones de seres. Cuando alguien afirma «Yo soy Chávez, tú eres Chávez», no se
trata de un juego de palabras, es una invitación a encarnar principios:
justicia social, antiimperialismo y soberanía.
Virtuosismo simbólico
Este llamado a la «multiplicación»
evoca, paradójicamente, una tradición religiosa —la transubstanciación—, pero
aplicada a la política, donde el líder se disuelve en el pueblo para renacer en
cada lucha. La presencia de un cuadro de Chávez en la sala de una casa
venezolana no es decoración, es un acto de resistencia simbólica. En contextos
de crisis económicas agudizadas por medidas ilegítimas de sanciones
internacionales, sabotaje petrolero y guerra monetaria que convirtieron al
dólar en «criminal» abstracto, ese retrato funciona como ancla de esperanza. No
es pasividad: es la materialización de un proyecto inconcluso que demanda
participación.
La luz de la antorcha en el Cuartel
de la Montaña, en la Urbanización 23 de Enero, de Caracas, junto al disparo del
cañón vespertino, es un ceremonial que se escucha cada día, no son rituales
vacíos; son performatividad revolucionaria, recarga de energía que combate la
desmemoria. Allí, en ese espacio entre lo sagrado y lo político, reforzamos la
idea de que la lealtad —«se es o no se es»— no puede cuantificarse en
algoritmos ni reducirse a métricas de redes sociales, pues se vive y se siente. Tiene que ser un pacto ético, una decisión diaria que se manifieste en acciones concretas, en la
disposición de enfrentar adversidades y en la valentía de sostener los
principios por los cuales luchamos.
Chávez es un espejo crítico: La
invitación a «usar cinco minutos para ser como él» no implica mimetismo, es una
reflexión sobre cómo actuar ante desafíos contemporáneos. ¿Cómo enfrentar un
bloqueo económico que estrangula la industria petrolera y del gas? ¿Cómo
neutralizar a enemigos internos que se visten de revolucionarios mientras
pactan con el capital transnacional o traicionan la patria?
La respuesta parece estar en su
método: la organización popular. La resistencia no es abstracta, se teje en
comedores comunitarios, en redes de trueque, en medios alternativos que
desafían el cerco comunicacional. Aquí, la historia no la escriben los grandes
nombres, sino quienes convierten la abstención en acción y la imaginación en
estrategia.
Cabe recordar que Hugo Chávez emergió
en un momento de quiebre: el Caracazo de 1989, que marcó el fin de la ilusión
neoliberal en Venezuela; su victoria en 1998 fue un parteaguas. Su habilidad
para canalizar el descontento en un proyecto político —con aciertos y errores—
explica por qué, incluso tras su muerte en 2013, su figura no ha sido relegada
a museos.
El chavismo, como fenómeno, sobrevive
a más de mil sanciones, intentos de golpe de Estado y a guerras mediáticas
globales. Esto no se debe sólo al carisma, él logró articular un discurso donde
lo personal y lo colectivo se fusionan. «Venimos de enfrentar», se dice hoy, y
ese «venimos» es clave: no es un individuo, es un pueblo que se reconoce en una
lucha compartida.
En última instancia, ser «parte de
los que escriben la historia» implica asumir que el futuro no está escrito. La
Revolución Bolivariana, con sus contradicciones, enseñó que los procesos
sociales son entidades en movimiento, sujetas a reinvención. El retrato de
Chávez en la sala, entonces, no es un altar a lo estático, es un recordatorio
de que cada generación tiene la tarea de reinterpretar los ideales frente a
nuevos desafíos.
La lealtad, en este marco, no es
veneración acrítica, es fidelidad a un horizonte de dignidad. Así, cuando
alguien dice «Yo soy Chávez», está aceptando el riesgo de crear, aquí y ahora,
un capítulo inédito de esa historia que él mismo ayudó a comenzar.
Ante panoramas
adversos no debemos orientarnos a la resignación; al contrario, debe ser el
catalizador para fortalecer el compromiso colectivo. La historia no se escribe
sola, somos nosotros quienes tenemos el poder de narrarla. Cada acto de
resistencia, cada pequeño triunfo cotidiano suma a esta narrativa compartida;
así, podemos ser parte activa en la construcción del futuro que soñamos. En
este sentido, invito a todos a reflexionar sobre su papel dentro del tejido
social y cómo pueden contribuir a esta historia viva que continúa
desarrollándose. La esencia del legado de Chávez reside en nuestra capacidad
para sostener su mensaje y hacer eco de él en nuestras acciones diarias. Al
final del día, cada uno tiene el poder de ser parte de esta Revolución, manteniendo
viva su memoria e ideales mientras enfrentamos juntos los desafíos
contemporáneos.