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Panorama de la Paradoja de lo Normal

Por: Deisy Viana

Déjame contarte que desde que tengo memoria, he sido testigo de la extraña relación que nuestra sociedad mantiene con comportamientos que, aunque dañinos, han sido normalizados al punto de ser aceptados o incluso celebrados. Esta es parte de la crónica de mi experiencia navegando en el campo social y de la vida misma, observando cómo el conformismo, la dependencia, la  mal llamada "viveza criolla" la cultura del más vivo, el irrespeto a la intimidad ajena y el establecimiento de límites se han invisibilizado para formar parte de la cotidianidad. 

Recuerdo claramente que cuando estaba en la universidad, conversaba con una compañera. Hablábamos de nuestros sueños y aspiraciones, hasta que mi amiga suspiró y dijo: "Tal vez es mejor conformarse con lo que tenemos. No vale la pena luchar contra la corriente". Esa frase resonó en mí, pero no como un consuelo, sino como una advertencia. El hecho de que tantos de nosotros eligiéramos el camino del conformismo, renunciando a nuestras aspiraciones para encajar en moldes sociales preestablecidos, y dejarse llevar por el común de las mayorías me pareció letal. 

Con el tiempo, observé cómo esta mentalidad colectivista fomentó una cultura de dependencia en diversas formas: emocional, financiera y social. Recuerdo las historias que me contaban compañeros de trabajo sobre cómo preferían depender de otros, en lugar de tomar la iniciativa por miedo al fracaso. Era preocupante; la falta de confianza en uno mismo se convertía en una jaula de dependencia con la cual observé la tolerancia a diversas formas de maltratos justificados como "normales" entre comentarios como: "me quiere a su manera" "es normal que me pegue" "no me puedo quejar" "mi mamá también soportó cosas peores" " algún día cambiará"; por mencionar algunos. 

A medida que comencé mi carrera profesional, me enfrenté a la cruda realidad de la "viveza criolla" y la cultura del más vivo. Un caso que me marcó fue el de un colega que manipuló situaciones para escalar posiciones. Lo llamaban "el más vivo" entre nosotros, y su astucia era aplaudida por algunos, pero a mí me inquietaba. ¿Cómo podía una mentalidad codiciosa y egoísta justificar sus malas acciones con aquello de que "el fin justifica los medios" ser tan prominentemente admirada por quienes recibían sus atropellos y abusos porque deseaban ser como él? Sin contar los  jefes que se inmiscuyen en los asuntos privados de su personal, no respetan horarios, giran instrucciones ajenas a sus competencias o ciertos líderes religiosos que manipulan según sus conveniencias sin medir consecuencias; pero, ya esto nada importa porque se volvió "normal"

Este tipo de comportamiento nace y crece en un ambiente negativamente competitivo que premia cualquier cosa menos la integridad. La malicia, el engaño, la manipulación y la trampa se converten en herramientas legítimas en un juego donde ser "el más vivo" significa prevalecer, dominar o ganar.

Luego nos arrolló la era de la información, donde la privacidad es un lujo en lugar de un derecho. El irrespeto a la intimidad ajena es moneda corriente, y los límites personales se disuelven en la vorágine de la exposición pública. Son muchos los casos conocidos en los que asuntos personales han sido expuestos al excarnio público. Es aterrador ver cómo un íntimo detalle se convierte rápidamente en tema de chisme colectivo, sin respeto alguno por la privacidad de la persona involucrada. Perdemos de vista que cada transgresión de estos límites siembra desconfianza y relaciones superficiales.  

Normalizar estas conductas erradas nos alejan de nuestros valores originales y de lo que realmente da sentido a nuestras vidas. Socialmente, he visto cómo se perpetúa una cultura de desconfianza y competitividad malsana. En familias, entre amistades y lugares de trabajo, todos compiten para ser el más vivo, el que manda o el más importante, desvirtuando los valores fundamentales que promueven la cooperación y el respeto. Tristemente es normal la intolerancia social, el irrespeto hacia los padres, las ofensas, discriminaciones e incitaciones a las adicciones en las letras de canciones que las escuchan y bailan de lo más normal niños y niñas... ¿A dónde vamos a parar?

Si pudiéramos consultarle a Dios qué opina sobre este tema ¿qué respondería? Podemos recurrir a las Escrituras en Isaías 5:20 dónde nos advierte: "¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que ponen la oscuridad por luz, y la luz por oscuridad; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!" Este versículo resalta la necesidad inescapable de reconocer y rechazar la distorsión de valores en nuestra sociedad. Nuestra capacidad de discernir el bien del mal es fundamental para construir una vida íntegra y un entorno genuinamente justo lejos de la paradoja de lo normal que no es normal.

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