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“Si alguien te da una bofetada en una mejilla, ofrécele también la otra mejilla. Si alguien te exige el abrigo, ofrécele también la camisa. Dale a cualquiera que te pida; y cuando te quiten las cosas, no trates de recuperarlas”, puede leerse en Lucas 6:29-30, en el libro sagrado de la tradición católica.

El Occidente cristiano, regido en buena medida por este texto fundamental, la Biblia, pareciera apelar a una bondad sin límites para con el otro. Según esa cosmovisión, el otro, el semejante, es uno más, un igual con el que debo tener una relación empática, camaraderil, amándolo sin condiciones. Ese otro, más allá de las diferencias posibles que pueblan las relaciones interpersonales (unos agreden, otros no; algunos evidencian carencias, a otros le sobran pertenencias, etc.) es alguien que nos acompaña en nuestro viaje por la vida, y el texto bíblico invita al amor fraterno, a la hermandad sin límites ni condicionamientos para con mi congénere. Sucede, sin embargo, que más allá de proclamarse esa relación como piedra angular de nuestra ética occidental y cristiana -hoy capitalista-, la realidad nos confronta con algo exactamente contrario: el otro puede ser mi esclavo. Y, en realidad, lo es.

Una mirada más profunda de las relaciones humanas puede ir más allá de esta bucólica concepción -inexistente realmente en la dinámica cotidiana, por lo que habría que considerarla, en todo caso, “ingenua”, por decir lo menos-, descubriendo la intrincada dialéctica verificable que se establece entre “amo” y “esclavo”, lo que marca lo problemático del asunto. En verdad esas relaciones nunca están exentas de conflicto, de tensiones; pues bien, diversos autores, en diferentes momentos históricos y con distintos contextos, han expresado esta verdad.

“El individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma existencia consiste en su «ser-para-otro». No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es más bien una «lucha a vida o muerte» entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el «amo» y el otro es el «esclavo»”, dirá Herbert Marcuse en su obra “Razón y Revolución”, sintetizando la dialéctica del amo y del esclavo (capítulo IV) de la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel, la cual permitió a Marx entender el sentido de la historia humana. De ahí que el fundador del socialismo científico pueda decir que “La violencia es la partera de la historia”. El pensamiento de Freud cuando considera lo social dice algo similar.

Hay que dar sin esperar nada a cambio. ¿Es cierto eso? Quien otorga una limosna al menesteroso ratifica con esa simple hecho una asimetría fundamental: hay quien pide con la mano suplicante y hay quien, en un acto de ¿bondad?, da la dádiva. ¿No anida allí, justamente, una relación de desigualdad básica, de amo y esclavo? En definitiva: ¿no es eso un ominoso acto de violencia, más allá de la apariencia de beatitud? ¿Por qué hay mendigos menesterosos?

Si, según la tradición cristiana, nos queremos tanto, ¿por qué el mundo es tan sangriento? Algo no cuadra en esa “teoría”. En el resurgir del neofascismo que se va viendo en estos últimos años, entrado el siglo XXI, más que pares, iguales, congéneres a los que amo infinitamente, pareciera que hay “depreciables” diversos. En estas visiones -hoy día en avance en todo el mundo- siempre hay un enemigo a vencer; el mismo no deja de ser un otro considerado “preocupante”, impresentable, demonizado. Siempre -tendencia humana, llevada a un grado supremo por el capitalismo que comienza a globalizarse desde el “descubrimiento” de América- puede existir ese otro distinto que termina siendo enemigo. La noción de superioridad en relación a alguien considerado inferior, minorizado en una supuesta escala humana, es algo que recorre nuestra historia como especie, al menos desde que existen sociedades estratificadas en clases sociales. Si alguien da la limosna al indigente, eso obliga a pensar: ¿por qué esa desigual distribución de las riquezas? El capitalismo naciente necesitó expandir esa noción de superioridad al máximo, para justificar la expoliación infinita que los “hombres blancos” realizaban con las civilizaciones “primitivas” de todo el orbe, a las que sometieron en forma inmisericorde. Lo curioso -¿patético quizá, o tremendamente hipócrita?- es que la “conquista del Nuevo Mundo” la realizó el imperio español blandiendo la espada en una mano… ¡y la Biblia en la otra! Así, llegamos a un colmo como el siguiente:

“Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?” (Sepúlveda: 1993)

pudo decir en el siglo XVI Juan Ginés de Sepúlveda, cronista español refiriéndose al proceso “civilizatorio” que impulsaba el reino español para “beneficio” de estas “razas inferiores”. Del mismo modo, tres siglos después, en el XIX, siempre en la misma lógica, el presidente del Consejo de Ministros de Francia -gran potencia colonial, que continúa manteniendo ese estatus entrado el siglo XXI-, Jules Ferry, sin la más mínima vergüenza expresó que “Las razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a las razas inferiores.”

Debe hacerse notar que esa idea supremacista está hondamente instalada en quienes dominan el mundo; es decir: en el capitalismo más avanzado, de tradición europea (blancos) y, posteriormente, estadounidense (también blancos, con un Ku Klux Klan antinegros todavía operativo al día de hoy). Ese supremacismo puede llevar -o, mejor dicho: lleva siempre, invariablemente- a posiciones absurdas, rayanas en lo ridículo. Por ejemplo, en 1883, cuando la erupción del volcán Krakatoa en Indonesia -por ese entonces colonia holandesa- produjo un maremoto con tremendas olas de hasta 40 metros de altura provocando la muerte de 40.000 habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. Hoy día, siglo XXI, las cosas no cambiaron sustancialmente. El supremacismo y la abominable idea eugenésica de “razas superiores” se sigue manteniendo: en Estados Unidos mucha gente se refería a la pandemia de Covid-19 como “el virus chino”, por lo que no faltaron agresiones y discriminaciones contra población con rasgos asiáticos en cualquier parte del orbe, considerados “sucios”, naturalmente “infectados” y portadores de desgracias, mientras se “cazan” migrantes latinoamericanos en la frontera con México como si fueran animales, y en el Mediterráneo, guardacostas blancos dejan ahogarse a población africana que intenta llegar al “paraíso” europeo en precarias embarcaciones porque no son “gente como uno”, tal como sí son los refugiados ucranianos, blancos, rubios y de ojos celestes, según algunos se expresaron sin ninguna vergüenza por medios masivos de comunicación cuando llegaron contingentes de ese país huyendo de la guerra con Rusia a partir de 2022.

En esa lógica discriminatoria (¿se creerá de verdad en lo de “razas superiores”?), un alto funcionario de la Unión Europea como el “socialista” (sic) Joseph Borrell (¡la socialdemocracia no es socialista!) se permitió decir, en pleno siglo XXI, que el “Viejo Mundo” es un “jardín florido”, en tanto los otros países serían “la jungla”. Y más aún: el ex presidente de la gran potencia norteamericana, Donald Trump, refiriéndose a las regiones de donde salen cantidades industriales de desesperados migrantes con rumbo al presunto “sueño americano”, les llamó “países de mierda”. Es de remarcarse la diferencia sideral que media entre cualquiera de estas expresiones -similares en el tiempo: siglo XVI o XXI- de una visión capitalista, y otra que provenga de la ética comunista, dada en este caso por el presidente de la República Popular China, Xi Jinping: “Ninguna civilización es perfecta en el planeta. Tampoco está desprovista de méritos. Ninguna civilización puede juzgarse superior a otra.”

Desde que existen sociedades divididas en clases, los amos dominantes (faraón, emperador, gran jefe, rey, sumo sacerdote, señor feudal, mandarín, empresario, banquero o la figura que sea) siempre se han manejado con desprecio hacia los dominados. En tal caso: siempre hay un superior y otro inferior. He ahí una dialéctica humana; los animales, cualquiera sea, no se mueven con estos criterios de poder y superioridad: el macho alfa dominante es el más fuerte físicamente, pero no ejerce poder despótico, no hay vanagloria por “poseer más” (un Ferrari o un reloj Rolex), no hay desprecio por el más débil. Si pueden existir “países de mierda”, y consecuentemente “mejores” y “peores”, ciudadanos plenos y ciudadanos de segunda, “triunfadores” y “perdedores”, ello se da por los intrincados vericuetos de la dinámica social, por una historia de opresiones y luchas liberadoras, por un absurdo insostenible, pero que es el que sostiene las sociedades actuales. De ahí que la perspectiva de un mundo sin esas trabas, sin esas jerarquías (¿acaso vale más quien tiene un Ferrari o un reloj de oro?) es concebible: eso es el socialismo, o más aún, su fase superior, la sociedad sin clases, el comunismo.

Decir, como lo hizo la Dama de Hierro, la ex Primera Ministra de la monarquía hereditaria de Gran Bretaña (que, hipócritamente, se arroga ser una nación muy democrática), Margaret Thatcher, que “la sociedad no existe. No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias”, no solo es una expresión ideológica formulada desde la más visceral posición individualista, sino también -quizá lo más importante- una monumental barrabasada en términos de ciencias sociales (los políticos no son científicos, se entiende; viven a distancias estratosféricas de la búsqueda de la verdad). Esa idea -absolutamente cuestionable- de “libertad” y de “yo puedo”, la llevó a agregar luego (barrabasada mayor aún):

“El derecho del ser humano a trabajar como él quiera, gastar lo que genere con su esfuerzo, disponer de sus propiedades, tener al Estado como sirviente, no como amo. Esta es la esencia de un país libre.”

Somos lo que somos producto de la vida social en la que, indefectiblemente, estamos inmersos; vida que es siempre histórica y supraindividual, que nos construye, nos moldea, nos hace -a veces- repetir barrabasadas y seguir la corriente. Por supuesto que hay sociedad: si no, no habría sujetos. Como dijo el presidente chino, no hay “perfecciones” a la vista; nadie es tan “superior” ni nadie está desprovisto de positividades. En todo caso, para ser más precisos: hay sociedades, distintas, diversas. Hay modos civilizatorios: ¿alguien podría decir cuál es “mejor”? Pero no existen “individuos” aislados; ese es el mito de Tarzán: un “individuo” aislado que, criado solo en la selva, usa taparrabos y habla inglés. Eso no es posible; ¡la sociedad sí existe!, por eso usamos taparrabos, u otra ropa (siempre escondeos los órganos genitales), y desarrollamos el sentido de la vergüenza, por ejemplo. Y hablamos alguna de las 7.000 lenguas que existen, no solo el inglés. Repitamos entonces: no hay civilizaciones “superiores”. Solo: hay civilizaciones, sociedades, eso que la funcionaria británica no parece entender. Dijo vez pasada un dirigente indígena ecuatoriano: “No entiendo por qué nos matan a nosotros, destruyen nuestros bosques y sacan petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York”. Puestas así las cosas: ¿quién es el “primitivo”, la “desarrollada” británica -representante formal de la compañía anglo-holandesa Royal Dutch Shell (hoy Shell plc), que deteriora las selvas en búsqueda de hidrocarburos avasallando pueblos originarios, o el “subdesarrollado” miembro de uno de esos pueblos?.

Lo cierto es que, hoy día, encontramos un crecimiento de este pensamiento que desprecia al otro distinto, supuestamente inferior, quizá “primitivo”. Y de ahí a “inquietante” o “misterioso”, por tanto “potencialmente peligroso”, un paso. El idioma alemán es inequívoco al respecto; valga este ejemplo. La palabra “unheimlich” puede traducirse por “siniestro”, “lúgubre”, “tenebroso”, “inquietante”. Pero, curiosamente, descompuesta en sus dos partes, nos evidencia esto: “un” -prefijo negativo: “no”- y “heimlich”: familiar, es decir, “lo que no es familiar”, “lo desconocido”, es siniestro. Pareciera que esa tendencia hoy se está imponiendo por doquier: lo que es distinto es abominable, despreciable, por tanto, hay que eliminarlo.

¿Qué sostiene esta actitud fascista? Un profundo desprecio por el otro -siempre tiene que haber un chivo expiatorio, un enemigo, aunque la ética formal dominante hable de “amor al prójimo”-, un visceral aborrecimiento de las nociones de igualdad, de solidaridad y camaradería, una entronización del darwinismo social (sobrevivencia del más fuerte: léase en este caso, de los “triunfadores”, que se sienten con más derechos sobre los “inferiores”). El modo de producción capitalista siempre se ubicó en este ideario, pero las visiones nazi-fascistas surgidas en la década del 30 del siglo pasado llevaron eso a niveles demenciales. Como ya se expresó, estas locuras militaristas de Alemania, Italia y España -país este último donde la Legión Cóndor alemana, secundada por algunos aviones de la Aviación Legionaria del Duce Benito Mussolini, practicaron matanzas colectivas en el pueblo vasco de Guernica, símbolo de la resistencia republicana- tenían como objetivo el aniquilamiento de todo lo que significase socialismo, propuesta popular, gobierno de los pobres.

Estos fascismos, propios de comienzos del siglo XX cuando las ideas socialistas comenzaban a soplar por el mundo, y no solo por Europa, tenían un enemigo claro: la clase obrera revolucionaria y sus organizaciones políticas y sindicales en ascenso, combativas, claramente anticapitalistas. El “demonio” a vencer por ese entonces, para la clase dominante, tenía cara de Carlos Marx. Hoy, casi un siglo después, ese “peligro” ha cambiado de fisonomía. El enemigo a vencer por la élite mundial (en todos los países capitalistas por igual) sigue siendo cualquier intento desestabilizador de ese mundo. Pero aunque el capitalismo sigue siendo esencialmente lo mismo -basado en la explotación de la clase trabajadora, productora de plusvalía, la cual termina siendo apropiada por la clase propietaria de los medios de producción- la arquitectura global ha cambiado mucho. El mundo de la post guerra de 1945, cuando fue vencido militarmente el nazi-fascismo a manos de los Aliados, ya no es el mismo; al contrario, se han producido muy profundas mutaciones. De todos modos, ese desprecio por el otro distinto, algo contenido en años anteriores por discursos “políticamente correctos”, ahora parece estar de vuelta con renovados bríos.

El fascismo no está muerto, ni mucho menos: “Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”, pareciera. El “sálvese quien pueda” que trajeron las políticas neoliberales de estas últimas cuatro décadas reforzaron de un modo espectacular las nociones individualistas, egoístas, incluso hedonistas, que anidan escondidas en cada Homero Simpson (en cada una de nosotras y nosotros, más correctamente dicho: el enano fascista que todo el mundo lleva adentro). El actual auge de las ultraderechas no hace sino potenciar lo que décadas de destrucción de la solidaridad fueron cimentando; recuérdese al respecto lo dicho por Margaret Thatcher: “la sociedad no existe”. ¿Quién habla hoy de “internacionalismo proletario”? Junto a marchas antiguerra (por las de Ucrania, o la de Palestina), muchas personas también se alistan como mercenarios para ir a pelear allí. El otro, de “compañero”, rápidamente puede ir pasando a la categoría de “enemigo”. Si ese otro es muy distinto (otro color de piel, otra etnia, otra identidad sexual, otra cultura, cualquier otredad, en definitiva) la exclusión y el odio se disparan exponencialmente. Por tanto, en tanto campo popular, nos urge como tarea inmediata contener esa marea fascista que se está extendiendo por el mundo.

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