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Recuerdo haber leído sobre el suceso, que tuvo bastante repercusión a principios de los años ochenta: Hugo Rosales, a la sazón sanguinario capo de una organización criminal dedicada al secuestro y la extorsión que tenía en jaque a las fuerzas del orden, fue abatido a tiros por la policía al resistirse a su detención cuando salía de un restaurante de lujo.

Cuentan las crónicas que pese a recibir más de una docena de balazos seguía respirando cuando uno de los agentes se acercó para comprobar sus constantes vitales. Fueron también más de una docena los testigos que asegurarían después que el moribundo había susurrado al oído del policía unas palabras, detalle que como podrán imaginar acabó derivando en no pocas especulaciones, más si cabe a tenor de lo que a continuación se dirá.

El gangster murió antes de que llegara la ambulancia, y su banda no tardó en caer. Lo que no apareció nunca fue el botín amasado durante años de actividad delictiva, y que los expertos cifraban en una verdadera fortuna.

Hasta aquí los hechos conocidos. De lo demás, por desgracia, no tuve noticia hasta que fue demasiado tarde para mí.

Averigüé recientemente, por ejemplo, que el agente de policía mantuvo en todo momento la misma versión, interrogatorio tras interrogatorio.

-No escuché nada. El delincuente estaba tan débil que no podía articular palabra alguna.

No sé si sus compañeros y superiores le creyeron. Tal vez sí, porque las diligencias informativas a las que conseguí tener acceso no derivaron en expediente disciplinario alguno. O tal vez no, porque en caso contrario no se explica que Peiró –que así se apellidaba el policía bajo sospecha- abandonara el cuerpo apenas un año después de los hechos sin que trascendiera el motivo.

Me consta que por sus excompañeros se le sometió a discreta investigación durante un tiempo. Así se sabe que se trasladó a una población costera, donde abrió una pequeña tienda de regalos. Cuentan los vecinos que era una persona reservada, de trato complicado y gustos sencillos.

Pasó el tiempo y el interés decayó hasta extinguirse. Y ahí debiera haber quedado la cosa, pero para mi desgracia llegó luego el apogeo de las redes sociales, y en una de sus impredecibles oleadas se rescató la leyenda del policía Peiró y el botín desaparecido. ¡Ah! se llegaron a contar por centenares los internautas que decían habérselo tropezado en un crucero o un hotel de lujo, o los que aseveraban que residía en una mansión en la zona más exclusiva de Madrid. Empezaron a proliferar los selfies tomados junto a un caballero maduro de impecable porte a quien se tenía por el famoso exagente, inmortalizado así en las ocasiones y compañías más destacadas.

Cómo llegó aquella mañana a la orilla no lo sé. Vestido con los restos empapados de un smoking, se cree que se lanzó al mar desde el espigón del puerto deportivo. Para mi desgracia, yo era el único médico entre los bañistas, así que me correspondió el honor de socorrer al expolicía.

El pulso le latía muy débil, y no reaccionaba a las maniobras de reanimación. Ya me daba por vencido cuando con una fuerza insospechada me agarró de la nuca, forzando a que mi oído izquierdo quedara a escasos centímetros de su boca. Sus palabras, tan débiles como preñadas de veneno, me persiguen desde entonces:

-Lo siento por ti, amigo. El dinero me lo acabé yo, pero tu fama acaba de comenzar.

Tardó aún un par de minutos en morir, pero ya no habló más. Algunos bañistas que habían reconocido al viejo empezaron a hacernos fotos con el móvil. Cuando la mujer del bikini rojo aseguró haber escuchado sin duda alguna cómo el finado me transmitía un número de serie supe que estaba condenado a huír de por vida, y que ya sólo me creería el receptor de mis últimas palabras.
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