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Basura

Relatos / Por erre medina

Amparo volvió de la compra con la mosca detrás de la oreja. Y es que, apoyada contra el contenedor situado frente al bloque de pisos donde vivía, le había parecido ver una lámpara de pie que hubiera jurado que que era SU lámpara de pie.

Bueno, no la suya. En realidad era la (o como la) que Sebas colocó junto a su ordenador de sobremesa (el de él) en el estudio (el de ella, luego de los dos, antes la habitación de la plancha) cuando (él) se fue a vivir a su piso (de ella). La misma lámpara (o una parecida) que había desaparecido junto con el resto de cosas de Sebas y el propio Sebas cuando treinta y cuatro noches atrás Amparo regresó de visitar a su madre (de ella)

Aún con las bolsas de la compra en las manos asomó Amparo la cabeza en la estancia para comprobar (una vez más) que lo que fue el estudio y antes el cuarto de la plancha era ahora apenas una habitación semivacía –escasamente una mesa redonda de contrachapado con media docena de juegos de mesa desparramados sobre ella, un puzzle de cinco mil piezas aún sin desprecintar y dos botellas de agua destilada (una tumbada y sin tapón)-. Constató que, efectivamente, la lampara de Sebas no estaba en la estancia.

Lloró un rato hacia dentro, como hacía cuando estaba sola o con personas que no conocía demasiado.

Por pensar en otra cosa, y también porque se le descongelaban los lenguados, Amparo se puso a colocar la compra. Los separó (los lenguados) en sendas bolsas individuales de congelación con cierre zip. Pero mientras esto hacía no podía evitar que la inevitable pregunta fuera cuajando:

¿Era posible que después de treinta y cuatro días la lámpara de Sebas siguiera junto al contenedor?

No resultaba descabellado pensar –pensó mientras separaba entre sí las pescadillas que se mordían la cola- que al tratarse de un deshecho no orgánico (la lámpara, no las pescadillas) el servicio de basuras la hubiera ignorado, ya que su retirada en puridad pertenecía al servicio de recogida de enseres muebles.

Se quedó tranquila con esta explicación, y siguió separando las pechugas de pollo en montones unipersonales. Comprobó que se le habían acabado las bolsas de congelación y decidió bajar al chino de la esquina a por más (bolsas) y ya de paso examinar con mayor detenimiento la lámpara del contenedor, a fin de determinar si era o no la de Sebas.

Dieciocho minutos después volvía al piso cargando con las bolsas de congelación (que eran de cremallera y no de zip) y la lámpara. Colocó ésta en el mismo lugar donde estuvo la otra (o ella misma) y la examinó a la luz de la luz del techo (no se atrevía a enchufarla, no fuera a explotar). No estaba lo suficientemente oxidada –llevaba días lloviendo con una persistencia desalentadora- para ser la lámpara de Sebas, y la verdad es que no se parecía en nada a la lámpara de Sebas, pero de alguna manera rellenaba el vacío dejado por la otra y por lo tanto allí la dejó.

Se lavó las manos y procedió a introducir los montoncitos de pechugas en sendas bolsas de congelación. No le gustaba el cierre de cremallera, porque perdía líquidos, pero en el chino no tenían bolsas con cierre zip (el encargado había negado vehemente pero educado con la cabeza mientras Amparo hacía el gesto de cerrar una bolsa con zip al tiempo que repetía con voz melíflua zip, zip, zip)

Sin darse cuenta empezó a tararear una canción de los ochenta -¿Robert Palmer?- mientras alineaba las latas de salchichas cocktail en el primer estante de la despensa. Al llegar al estribillo le sobrevino el convencimiento de haber escuchado a Sebas cantar esa misma canción no mucho antes de abandonarla.

Se daba el caso, y de ahí la retrospectiva extrañeza de Amparo, que Sebas no era lo que se suele llamar un melómano. Solía reproducir, al principio de vivir juntos, alguna playlist de las que tenía guardadas en favoritas en su cuenta (de él) del Spotify. La mayoría (de las canciones) eran medios tiempos y baladas, y por ello –creía ella- sin duda estaban vinculadas a acontecimientos amatorios pretéritos, que Sebas acompañaba (las canciones, no en este caso los acontecimientos amatorios) con desgarradores gañidos. Mas, mediada la relación y tras conseguir que se pusiera en su lugar (de Amparo), se limitó (Sebas) en lo sucesivo a armonizar sus actividades (no amatorias) con alguna música de raigambre neutra y preferiblemente compuesta o comercializada tras la fecha en que ambos se conocieron/enamoraron.

Se subió a una escalerilla plegable y apiló las latas de piña troceada en su jugo en el segundo estante de la alacena. Y cuanta más memoria hacía más segura estaba Amparo de que al menos durante la semana inmediatamente anterior a abandonarla, Sebas había estado tarareando de forma machacona esa misma canción.

Le vino a la cabeza su madre, que cuando le contó que Sebas le había dejado, le espetó: los hombres sólo dejan el nido cuando tienen otro esperándoles.

Y ella se había resistido a creerlo, porque de buena era tonta, pero ahora, mientras colocaba el queso brie en la nevera, no podía evitar poner en relación de perspectiva el abandono de Sebas y esas pequeñas disrupciones en los hábitos de convivencia –una canción que se tararea, un par de retrasos, una segunda ducha semanal, etc- que pasan inadvertidas hasta que te atropella la inevitable tragedia. Amparo chasqueó la lengua al recordar que se le había olvidado comprar pan rallado sin ajo/perejil para hacerle el doble camisado a las porciones de brie. Por suerte estaba vestida y el chino no cerraba al mediodía, así que bajó de nuevo.

Volvió al piso veintiún minutos después, con dos paquetes de pan rallado de una marca desconocida y demasiado grueso para su gusto, y una silla de ordenador. La había encontrado (la silla) junto al contenedor, y le había recordado la que trajo y luego se llevó Sebas. Estaba casi nueva, apenas un par de sietes por los que asomaba gomaespuma verdosa, y le faltaba una ruedecilla, nada que no tuviera remedio. La colocó en el estudio junto a la lámpara, frente a la pared donde estuvo el ordenador de sobremesa.

Volcó el pan rallado –efectivamente, era demasiado grueso y sin duda al pasarlo por el queso previamente untado en huevo haría grumos, más si cabe con doble camisado- en un bote hermético de cristal, y colocó este sobre la repisa metálica de la campana extractora.

¿Le estaría engañando Sebas con una vieja?

Porque la canción –fuera de Robert Palmer o no- era sin duda de los años ochenta. Y si en los ochenta la zorra (hipotética) que le había robado a Sebas tenía, pongamos, veinte años, ahora estaría cerca de los sesenta.

No veía probable que Sebas le hubiera dejado por una menopáusica. Engañado tal vez, pero jamás sustituido con carácter definitivo. De hecho, era más plausible que hubiera dado con alguna tiparraca con la que compartiera su devoción por las composiciones musicales demodé, o meramente que hubiera sublimado el tropezón sexual con cualquier putón –como la Conchi, de la sección de Embutidos del Alcampo, que le hacía ojitos mientras le preguntaba con un evidente doble sentido sobre el grosor de las lonchas de jamón cocido-, dotándolo (al tropezón, no al jamón cocido) de una banda sonora vintage y reiterativa.

Bajó –la jornada se le estaba haciendo eterna con tanto olvido y tanta sospecha- a por pepinillos en vinagre, sin los cuales no concebía Amparo una ensaladilla rusa como Dios mandaba. Volvió del chino con un bote de alcaparras deformes (pepinillos, pepi-nillos, pe-pi-ni-llos, había gritado mientras el chino negaba con una sonrisa ladina y agitaba las alcaparras) y un juego de té levemente desportillado y surcado por posos circulares de una sustancia pegajosa y de olor acre, que encontró en el interior del contenedor de la esquina de debajo de su vivienda. Y mientras lo colocaba en el aparador de tal manera que no se apreciaran sus desperfectos dio en pensar que estaba limitando sus sospechas al sector de aspirantes femeninas, cuando desde siempre sospechó que en realidad Sebas era gay, no en vano se le daban mejor las tareas de la casa que la específicas de su género, léase arreglar griferías, arrejuntar cerámicas o programar artefactos electrónicos. Era por lo demás evasivo en las efusiones sexuales y su historial de internet evidenciaba un sospechoso desinterés por el abc de las depravaciones (heterosexuales) que menudean en las webs pornográficas.

“¿Maricón? No me extrañaría. Cuando un tío se deja mangonear es que no es muy hombre. Mira tu padre, sin ir más lejos”, repuso su madre cuando la telefoneó para preguntarle al respecto. “Por cierto, cuando vengas mañana traeme galletas María”.

Fue a comprar y volvió dieciséis minutos después con dos cajas de galletas Mareas y una mesa de plástico color beis que alguien había tirado al contenedor de basura de una avenida cercana. Ya no sabía qué pensar respecto a Sebas, así que Amparo se creó un perfil falso en Instagram y le pidió amistad, en la confianza de reemprender la supervisión que su bloqueo (de él respecto de ella) había interrumpido.

Le dio tiempo a Amparo, mientras Sebas se decidía a aceptar o no su solicitud, a alinear los yogures en la nevera por fecha de caducidad, rellenar cada biberón de cocina con una graduación y tipo de aceite diferente y envasar al vacío huesos de ternera, morcillo, coles blancas, pepitos, libritos, alitas, pechugas de pavo, puerros y cebollinos, actividades que fue complementando con forzosas visitas al chino a medida que se iba quedando sin complementos o constataba que le faltaba algún ingrediente o enser. Durante los numerosos trayectos fue además recogiendo y trayendo a su casa objetos de todo tipo que iba hallando en los distintos contenedores de la ciudad.

Poco a poco fue rellenando con muebles y electrodomésticos inservibles cada hueco, supliendo cada ausencia de la casa con basura, mientras confirmaba sus peores presagios (que a estas alturas ya eran muchos y muy negros): Sebas –que había tardado lo suyo en aceptar su propuesta de amistad- estaba saliendo con una señorita a la que no había visto en la vida y que mostraba una enfermiza fijación por los escotes desaforados. Contó cuarenta y siete fotos, más otras noventa y dos que aparte de las compartidas colgaban del perfil de ella –la tal Carola no tardó ni un minuto en aceptar su solicitud de amistad, posiblemente porque Mauricio Matamala (alias Amparo) ya era amigo del hijo de puta de Sebas-. Posaban los tres – Sebas, Carola y el escote de Carola- en restaurantes, hoteles, spas, paisajes nevados, playas infinitas, acantilados abrumadores, paradores, cruces de caminos, miradores, pináculos y aspilleras, siempre contentos, siempre abrazados, siempre como casi o recién apareados.

Puso unas verduras en el caldero para hacer un caldito que le sirviera para las cenas de la semana, y mientras el olor a apio invadía la casa amplió una foto de la parejita fechada (la foto) apenas tres días después de que Sebas la abandonara. Al fondo de la misma, tras los enamorados, se divisaba claramente la mesa de escritorio de Sebas, sobre la que reposaba el ordenador de sobremesa de Sebas. La lámpara de Sebas era apenas una aureola tras los apéndices mamarios de Carola, pero sin duda era su luz la que se desparramaba lánguida en un segundo plano.

Llorando hacia adentro alineó Amparo los frascos de espárragos tiernos junto con los brotes de soja y las alchachofas en su jugo. Llamaron –otra vez- a la puerta, pero esta vez en lugar de desistir la echaron abajo. Un agente de la ley le soltó una retahíla incomprensible que incluía denuncias de vecinos, ordenanzas sobre salubridad e higiene, citaciones y advertencias, mientras unos operarios con mascarilla iban vaciando su casa

Se quedó, finalmente, sola, como al principio. La realidad implacable, el dolor, comenzó a derramarse por las paredes desnudas de la casa. Y sin coartada ni escondites, sin culpables ni sucedáneos, comenzó a llorar, hacia fuera, como si alguien la escuchara.

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