RELATOS
Cuando uno ha estado viviendo en la
calle tanto como yo la memoria se convierte en una especie de plano
secuencia imposible de compartimentar en unidades de tiempo. Das las
gracias a quien te trasvasa parte de su calderilla si estás lo
suficientemente sobrio, pero no retienes rostros ni elaboras estadillos
de gratitud. Todo es efímero, clandestino y sucio, todo rechina
injusticia y vergüenza.
No obstante, juraría que la primera vez
que Magdalena me dio una más que generosa limosna fue durante las
pasadas navidades. Creo recordarlo porque mientras ella se interesaba
por mis necesidades, su marido trataba de ajustarse un ridículo sombrero
de Santa Claus que a luces vista le iba pequeño.
Luego la mujer volvió, muchas veces, la
mayoría con su marido. Ella se quedaba un rato charlando conmigo
mientras él aguardaba a prudente distancia, visiblemente incómodo, como
si esperara que alguien le fuera a reconocer y echar en cara los actos
de caridad de su esposa. Antes de irse Magdalena me deslizaba un sobre
con dinero, con disimulo, para que ningún compañero de cloaca me lo
robara mientras dormía o –peor- mientras estaba despierto.
Poco a poco aprendí a esperar las
visitas de Magdalena, a anhelarlas con el ansia inefable y terca con que
nos aferramos al último bastión de nuestra cordura. Permanecía así días
en la misma calle, localizable y dispuesto como un perro que no sabe
que ha sido abandonado, procurando beber menos y atender más mi propia
higiene, no sé si por excluir la lástima de nuestra relación o para
demostrarle su beneficiosa influencia sobre mí.
Sucedió que, tras un prolongado periodo
de ausencia y cuando ya se acumulaban negros nubarrones en mi mente, la
vi acercarse por mi calle vestida de riguroso negro, el rostro delatando
los días umbríos que había vivido. Por primera vez fui yo quien se
interesó por ella, y así supe de la súbita enfermedad de su marido y del
triste desenlace. Me puse a su disposición para lo que precisara, como
si yo estuviera en condiciones de resultar de alguna utilidad, pero ella
agradeció el gesto superponiendo su mano pálida sobre las mías, y al
sentir el contacto lloré por primera vez en muchos años.
La siguiente vez que Magdalena mi
visitó, insistió en que la acompañara a su casa. Había preparado ración
doble de comida, dijo, porque aún no se había acostumbrado a cocinar
para una sola persona, y nada le haría más feliz que invitarme a
almorzar. Acepté, porque me apetecía y porque en mi situación la palabra
“no” sólo se utiliza en defensa propia.
Su vivienda era como era ella, algo
demodé y llena de instantes sedimentados en futesas, fotos y souvenirs.
Comí hasta hartarme, pugnando entre los buenos modales que una vez tuve y
la perspectiva de volver a los bocadillos rancios con inminencia, y
acepté de buen grado la posibilidad que me brindó de utilizar su cuarto
de baño y los útiles de afeitado de su difunto marido. Las toallas eran
suaves y olían a vainilla, el agua caliente me pareció un invento de los
dioses. Cuando hube acabado, al mirar mi reflejo en el espejo empañado
me di cuenta del tiempo transcurrido, y de lo poco que quedaba de lo que
una vez fui en mi rostro.
A Magdalena, en cambio, mi nuevo look le
pareció tan digno de alabanza como una transfiguración. Insistió en
llenar una bolsa de deporte con algunas prendas del finado (luego supe
que también deslizó un sobre con dinero entre ellas) y metió los restos
de la comida en un tupper.
Nos despedimos con un abrazo en el
rellano, un abrazo que prolongué por no poner fin al momento y porque
-¡qué duro es reconocerlo ahora!- era la primera aproximación en años a
otro ser vivo en que no me avergonzaba de mi propio olor corporal. Bajé
un par de escalones y miré hacia atrás: Magdalena estaba llorando en el
dintel. Desandé lo andado con el corazón desbocado y nos besamos
largamente en la boca, y ya no volví a las calles.
Durante el tiempo dichoso que siguió fui
suprimiendo, uno por uno, los hábitos que adquirí en la calle. Dejé de
beber, de maldecir, de esperar lo peor. Empecé a conjugar en futuro y en
plural, a confiar en mí y no desconfiar de los demás sin motivo, a
tejer un porvenir. Conseguí sin demasiado esfuerzo -¡qué gran alcahueta
es la apariencia!- un trabajo de encargado en una tienda centenaria de
ultramarinos en el centro de Ciudad, y con mi primer sueldo invité a
Magdalena a un arroz negro en un restaurante de postín.
Ella asistía a mi transformación, a mi
reincorporación al mundo de los ciudadanos respetables, como si fuera la
cosa más natural del mundo. Sonreía, y en su sonrisa serena yo creía
encontrar un poso de anticipada melancolía ante el desenlace que sólo
para ella era evidente.
Y hoy por fin lo he comprendido, al
verla dándole una limosna desproporcionada a un mendigo en la puerta de
unos grandes almacenes. Sé que éstas serán las últimas –las únicas-
navidades que pasaré a su lado, que en breve deberé abandonarla,
renovado y lleno de agradecimiento, para permitir que Magdalena vuelva a
enviudar por enésima vez.
Autor : Erre Medina