Por: Douglas Bolívar
Ahora estoy viviendo en una casa que me ha
trasladado calcadamente a mi niñez, de la que no he podido escaparme por mucho
voluntad que creo haberle puesto. Es un caserón viejo con aspecto de abandonado
pero no, allí vive una gente de muy buena vibra a la que esporádicamente veo,
pues estoy arrimao como en un anexo al que entro y salgo por la puerta trasera.
Tiene matas por todos lados y exhuma una atmósfera perfecta para la
contemplación. Posee un micro hábitat de selva tropical, díganme ustedes si no
es un lujo en Caracas.
La ronda el más manso de todos los gatos de cuantos
he conocido y tratado, y que a mi llegada se pone toñeco y se va adelante
haciéndome el camino hasta que abro la puerta y él entra y ausculta el aposento
hasta se aburre de la calma y se jubila por la ventana que le dejo abierta. Lo
bauticé con el nombre de Panda, pues así lo parece. Creo muy difícil que en
adelante no lo lleve a donde vayan mis huesos. Yo lo agarro y lo estrujo como a
una esponja y el coño se contenta y lo asume como una muestra de colosal
cariño. Se deja querer. Apenas exhala un quejido casi imperceptible cuando ya
no aguanta el apretón.
La casa, entonces, tiene dos niveles por los que se
desparraman varias habitaciones, incluso las del piso superior con unos
balconcitos sostenidos por vigas de madera que le conceden un aspecto colonial.
En una casa semejante viví los primeros años de mi
cándida existencia junto a mis otros tantos hermanos y tantas familias. Soy –ya
lo he dicho tantas veces- nacido en un caserío de Valle de La
Pascua y por tanto sigo siendo aquel muchacho inocentón que todavía se
santigua cuando va a cruzar una calle de Caracas y al que le cambian pepitas de
oro por espejitos. Y soy fruto de una relación extramarital que, lejos de
escandalizar a tan católicos habitantes, me asumió junto a mi madre como un
integrante más de la primera gran familia, pero sub dividida como la familia b.
Siguiendo las enseñanzas de mi hogar, yo a mi vez recibí en la misma casa y con
la misma naturalidad a mi segunda (c) y tercera (d) familias. Entonces éramos
ocho hermanas y hermanos que nos entremezclábamos con la naturalidad de la
infancia, pero que a cada rato salíamos ahuyentados cuando nuestras respectivas
madres nos veían unidos, pues entre ellas sí que existía una guerra fría,
aunque carente de ideologías (como no sea la ideología matriarcal).
Es obvio que mi padre era un semental pueblerino. A
pesar de que había dicho que tendrían que matarlo para obligarlo a casarse
cuando mi madrastra Eugenia quedó embarazada de María Gabriela, apenas el papá
de Eugenia fue a su casa paterna a reclamar los costos se colocó detrás
de su papá y garantizó que se casaría cuando el cura lo dispusiera, que no
había el menor problema, que no desconocería su responsabilidad. Así se hizo. Dos
días después Dios estaba bendiciendo la unión. A dos meses de haber nacido
María Gabriela, vine yo al mundo. Nada especial ocurrió ese día,
prácticamente nadie se enteró. No soy digno del santoral.
Mi madre aplicó la misma técnica de Eugenia de reclamar
los daños en la casa paterna, donde se realizó una asamblea que concluyó, a
instancias de mi abuelo paterno, en que mi madre y yo nos fuéramos a vivir en
el caserón que mi abuelo había regalado al matrimonio de mi padre y Eugenia.
Era una manera de resolver el asunto rápido y sin traumas, para salvaguardar el
honor familiar (la cosa era responder, no importaban las formas).
Nos alojamos en una habitación del segundo nivel y
entrábamos por una puerta trasera. Sólo había coincidencia entre las dos familias
en la sala, que funcionaba como un distribuidor de los caminos de la casa. Para
ahorrarse indirectas y malquerencias de Eugenia, y sobre todo para ahorrármelas
a mí, mi madre habilitó una pequeña cocina en la ventana de la habitación,
donde pasábamos casi todo nuestro tiempo inventándonos cuentos y emocionados
con los aguacerotes invernales.
Al año de nuestro arribo le tocó a mi hermano Ramón
y a su mamá Sonia hospedarse en casa después de realizar el mismo trámite.
Escogieron la habitación frente a la nuestra, de modo que Ramón y yo nos
hicimos inseparables, porque los primeros años María Gabriela nos estuvo
vedada. Al año siguiente Emilita y su mamá Emilia se hospedaron en una
habitación de la planta baja, pues resulta que ella había sido compañera en el
liceo de Eugenia y el reflujo de esa amistad hacía tolerable la convivencia a
escasos metros.
Por otros dos años parece que mi padre no embarazó
a nadie más. Al menos no a una extraña, porque a mis tres años tuve una
hermanita (Ana) en mi mamá, casi al mismo tiempo en que Ramón tuvo a la suya,
María Fernanda. Ya éramos seis barrigoncitos en el caserón. En los dos años
siguientes nacieron María Daniela, hermana de María Gabriela, y Jorgito,
hermano de Emilita. Ocho conformábamos un batallón dirigido por cuatro
mariscalas de campo a la órdenes de un general en jefe que se pasaba el día
labrando la tierra pero que a las cinco de la tarde ya estaba de regreso a su
gallinero. Cenaba y se acostaba en su aposento oficial a escuchar las rancheras
que pasaban por la radio (“Mariachis, rancheras y algo más”).
Entre seis y ocho dormía fijo, lo certificaban sus
ronquidos. Entonces la pesadez de la atmósfera se aliviaba porque nuestras
respectivas madres nos concedían mayores libertades. Nuestras actitudes de hermanos
se desplegaban y surcábamos todos los recovecos de las casas (cuatro en una),
los que en el día nos estuvieran proscritos. En ningún caso se podía traspasar
la barrera de cada habitación. El patio era nuestro universo. Nuestras
abnegadas progenitoras se asomaban a una zona de tolerancia y se intercambiaban
recetas y chismes del pueblo, que menganeja salió preñá y que si a Merceditas
se la llevaron de su casa.
A las ocho bajábamos la intensidad de nuestra niñez
porque nuestras madres nos hacían leer cuentos. Nos rotábamos lo mismo que las
lecciones del libro de escuela. A las nueve a dormir. A las diez venía la
lotería. De acuerdo a sus instintos, mi padre entraba a algunas de las otras
tres habitaciones y nos pedía, según fuera el caso, que saliéramos a estudiar
la luna, aunque estuviera cayendo un palo de agua. En cinco minutos ejercía su
autoridad y salía a la habitación matrimonial.
Todo en silencio. Volvíamos a nuestra cama y, en mi
caso, mi madre me decía que cuando mi padre llegaba era para rezar junto a ella
por la salud y prosperidad de todas las familias de la casa. Nuestras cuatro
madres sostenían esta misma versión, pues todos así nos los intercambiábamos.
Anoche papá y mamá hicieron el rezo, decía al que le hubiera correspondido la
noche anterior juntar sus dos manos e impostar una obertura entre ellas para
apuntalar a la luna. Como puede deducirse, éramos unas familias inmensamente
felices.
Los momentos más desconcertantes fueron los
cumpleaños de casi todos. Cada fecha debía celebrarse en las casas de las
abuelas maternas, excepción de María Gabriela y María Daniela, que se celebran
en la casa de todos. Pero nadie iba, sólo sus hermanos, cuyas madres nos
preparaban regalitos artesanales para las Marías.
Los otros seis debíamos celebrarlo en los patios de
nuestras abuelas, si es que queríamos que a los cumpleaños fueran los amiguitos
de la escuela, cosa que no se podía en el caserón, porque Eugenia había
impuesto como condición que no hubiera invitados y ni siquiera piñatas, un
verdadero imposible.
Todos entramos al liceo más o menos al mismo tiempo
(unos un año adelantados y otros atrasados). Se suponía que al comenzar el
bachillerato todos nos sabíamos las tablas de multiplicar y dividir. Nada más
falso. En las libretas empezamos a cojear todos, y las cuatro madres en
ocasiones debieron asistir a reuniones conjuntas con la profe de matemáticas
para decretar la emergencia.
En la sala de la casota nuestro padre decidió
instalar un pizarrón que él mismo fabricó, y todas las noches, entre nueve y
nueve y media, le servía como apoyo de sus enseñanzas de matemáticas. En el
multihogar empezó a generarse un debate hasta entonces impensado: ¿qué querrán
ser nuestros hijos cuando sean grandes? Cada madre tenía sus propias
perspectivas, ajenas al bien colectivo.
Así, por ejemplo, María Gabriela y María Daniela
sería una doctora (médica) y la otra ingeniera. Emilita quería ser abogada y
Jorgito siempre se empecinó en ser piloto, y si no se podía, cantante famoso.
Jorgito era el único que tocaba algún instrumento: el cuatro, que tan bien le
había sido enseñado por un tío materno que nunca abandonó la casa y que se las
tiraba de cantante, y al influjo de esta frustración canalizó en Jorgito su
propia realización.
De hecho, nuestro hermano desde pequeño fue
aleccionado sobre cómo engolar la entonación. Todavía en el caserío se
recuerdan las emocionadas anécdotas de cómo en la voz liceísta destronaba los
tímpanos y las seguridades emocionales de los padres y representantes y demás
asistentes, entonando las desgarradoras canciones de Nino Bravo, que había
aprendido de su tío:
Dejaré mis
tierras por ti
dejaré mis
campos y me iré
lejos de aquí
Cruzaré
llorando el jardín
y con tus
recuerdos partiré
lejos de aquí
De día viviré
pensando en tu sonrisa
de noche las
estrellas me acompañarán
serás como
una luz que alumbre mi camino
me voy pero
te juro que mañana volverá
Al partir un
beso y una flor
un te quiero
una caricia y un adiós
es ligero
equipaje para tan largo viaje
las penas
pesan en el corazón
Más allá del
mar habrá un lugar
donde el sol
cada mañana brille más
Forjarán mi
destino las piedras del camino
lo que no es
querido siempre queda atrás…
Emilita no quería ser nada, decía que prefería
quedarse toda la vida con su mamá. Mi hermana Ana decantó por ser maestra y
Ramón no fue nada, se dedicó en su adolescencia a parrandear y hoy en día en un
afamado martillero de los remates de caballo. Su hermana María Fernanda tampoco
quiso estudiar y hoy en día en empresaria: prepara y comercializa unos dulces
de lechosa que ya quisiera yo exportar a Europa.
Yo nunca quise ser nada, intenté hacerme economista
creyendo que tenía actitudes para hacer negocios (me salen uno peor que el
otro, pero estoy seguro que no es por falta de talento sino porque alguien me
tiene montado un vudú bien apretao).
Y pese tan irregular pero no por ello infeliz
crianza, pues nos queremos, de vez en cuandito nos pegamos un telefonazo. Y
eventualmente nos juntamos para la misa por Jorgito, a quien perdimos cuando
desarrollaba brillante trayectoria como piloto. Sobre todo sus hermanas hembras
no pueden escuchar a Nino Bravo porque se van en llanto mocoso.
Hace poco también murió mi madrastra Sonia, a quien
recuerdo todos los días y todas las horas porque, entre santísimas razones, fue
ella quien supo dibujar con fino humor la manera en que, así como ingresamos al
caserón, todas las familias fuimos una a una expulsadas como por una fuerza
invisible.
En el mismo orden. Mi madre, Anita y yo fuimos unas
vacaciones a Valencia a visitar al resto de la familia. Al retorno el techo de
nuestra habitación, de concreto macizo, se desplomó y tapió la litera familiar.
Todos nuestros recuerdos se quedaron entre los escombros porque mi madre
decidió que aquello era un advertencia de Dios, porque ya estábamos grandecitos
y era suficiente haber vivir restringidos en la comuna y que de ahora en
adelante seríamos libres, te lo pedimos señor. Por esas fechas solicitó su
acreditación ante el venerable José Gregorio Hernández.
A la habitación de Emilia, Emilita y Jorgito
empezaron a colarse dos ratas tan pero tan gigantes, que cuando le echábamos al
gato Maullido para que las destripara, el muy cobarde escondía su cola entre
las patas y se regresaba a su cojín a seguir durmiendo. Los gritos de Emilita
cada vez que las ratas se asomaban causaron hostilidades que obligaron a Emilia
a irse a casa de su mamá.
Sonia, la mamá de Ramón y María Fernanda, interpretó
ambas situaciones como signos malignos y, sin más trámites que su propia fe,
decretó que en el caserón, antro del pecado, se había irrespetado a Dios por
muchos años y un día echó un candado sobre la puerta de su habitación-hogar y
también se instaló en su fuero maternal.
María Gabriela y María Daniela, entonces,
agarraron con la tocoquera de que en toda la casa se paseaban fantasmas.
Vivían con los oídos pegados al cuarto que fuera de Sonia y juraban que se oían
voces y risas. Eugenia tomó una decisión drástica una noche en que María
Gabriela se bajó de la litera y le dijo a María Daniela y sus padres: ahí
están, se están riendo de nosotros, díganle que se vayan y nos dejen dormir.
Eugenia y mi padre, la mañana siguiente, regresaron
a la casa de mi abuelo y el caserón se fue quedando solo. Con el tiempo se fue
invadiendo de montes y en el barrio le pusieron el nombre de El Monasterio. A
la gente le da miedo pasar por el frente por la risa de los fantasmas.
Desde la tranquilidad de un sillón en el que se
mecía, madrastra Sonia suscribía a quienes aseguraban haber oído a los
fantasmas. A los incrédulos, Ma’ Sonia decía enigmáticamente al aire, como si
hablara consigo misma: pobres ignorantes, no han leído a Cortázar.