Venezuela, la tierra que enseña a soñar con las manos
Oscar Humberto González Ortiz
Un pueblo que se edifica con su himno. Venezuela se desborda en el repique del cuatro en el contrapunteo, en el canto del ordeñador al amanecer, en el olor del maíz transformándose en cachapa, en el sonido de las maracas cuando suena un joropo que no calla ni en los momentos más difíciles.
«Yo no soy yo, yo soy un pueblo», es la clave para entender por qué, a pesar de todo, esta nación sigue en pie. Mientras que la Administración de los Estados Unidos repite nuevamente que somos una “amenaza inusual y extraordinaria”, el bloqueo financiero intenta estrangular cada iniciativa, el dólar paralelo dicta su ley implacable, hay algo que no han podido calcular: la terquedad del pueblo que, como el agricultor que siembra ocumo chino y sueña con cosechar mandarinas, sabe que la tierra a veces devuelve milagros.
La memoria en ocasiones puede ser un arma. Cuando Simón Bolívar se hizo libro y el pueblo su lector, evocó recuerdos de cómo fue instruido por Simón Rodríguez quien fue el primer revolucionario pedagogo de América, el que entendió que «O inventamos o erramos». Hoy, en medio de esta batalla económica, su pensamiento resurge con una pregunta incómoda: ¿Cuándo comenzaremos a leerlo de verdad? Rodríguez no proponía teorías abstractas; enseñaba a construir carretas mientras explicaba geometría, fundaba talleres donde las letras se mezclaban con el barro. Su método era claro: la escuela debe ser la vida misma; en un país bloqueado, su legado es la brújula.
Si los venezolanos queremos «Made in Venezuela» auténtico, empecemos rescatando la pedagogía de las manos sucias, del conocimiento que nace en los campos y talleres. «El bloqueo tenemos que transformarlo en un forzoso taller de creatividad». Cuando las sanciones quitaron el acceso a repuestos, los mecánicos de aviones F-16 reinventaron piezas en Aragua; cuando los medicamentos escasearon, los bioanalistas de Barquisimeto improvisaron soluciones. Esto no es “resolver por necesidad”, es ingeniería popular en estado puro. ¿Cuántas personas reinventaron su futuro, finalizada la pandemia? Mi ejemplo personal, de ir creciendo como productor agropecuario pasé a emprendedor en el área turística donde vamos creciendo nuevamente, es todo un testimonio.
El dólar paralelo es un monstruo, pero tiene un punto ciego: no puede bloquearnos el ingenio. En los barrios, las redes de trueque digital florecen, vean el rebusque que puede observarse en cualquier red social. Las abuelas enseñan a hacer jabón con aceite reciclado —y escribiendo sobre aceite: ya ni el del cambio periódico del vehículo se pierde, ya es reutilizado en algunos aspectos—. Los jóvenes programan aplicaciones para saltar barreras del sistema educativo. Hay adultos mayores trabajando en red desde sus hogares. Esto no es pobreza, es economía de resistencia que ningún manual occidental explica.
De la batalla cultural del «Made in USA» promocionado actualmente en esa nación al «Hecho con nuestras manos en Venezuela», hay un enorme trecho por recorrer. Dejemos de glorificar lo importado, Venezuela tiene una oportunidad histórica: convertir la autosuficiencia en bandera. No se trata de rechazar lo global, recordemos que: a) El arpa llanera se fabrica con madera local, cuerdas de nylon y genio criollo; b) La cachapa no necesita “marca Premium” para ser delicia; c) Las nacientes cooperativas textiles de barrios de Caracas demuestran que el algodón venezolano puede vestir a una nación.
El verdadero «Made in Venezuela» no nacerá de los discursos, se desarrollará de políticas que protejan al campesino que siembra maíz, al pequeño industrial que fabrica tornillos, al artista que vende su obra sin pedir permiso a los algoritmos globales. Recordemos también a los emprendedores turísticos que le estamos echando corazón sin incentivos, soportando los inclementes impuestos de determinados niveles de gobierno.
La siembra que ya es cosecha
Venezuela no espera soluciones mágicas, las está creando. Cuando un niño en Valle de la Pascua aprende matemáticas contando granos de maíz que cosecha su familia, está honrando a Simón Rodríguez. Cuando una madre en Vista Hermosa intercambia servicios educativos por alimentos, está escribiendo un nuevo manual de economía. Este país no necesita que le devuelvan el sueño americano... ¡ya lo tiene! Es el sueño del arpa que no calla, del cuatro que inventa melodías en plena crisis, del pueblo que sigue diciendo “yo soy nosotros” aunque el mundo insista en dividirlo.
Como escribió un joven en un mural de Caracas: «Nos quisieron enterrar, pero no sabían que éramos semilla». Este artículo no es un balance, es un mapa que señala grietas por donde ya brota el futuro. Porque Venezuela, más que un país bajo asedio, es un taller abierto donde se construye la próxima victoria: la de convertir la resistencia en arte, y el bloqueo en acicate para inventar lo nuevo.