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Raíces techadas: Juventud que siembra

Oscar Humberto González Ortiz


En los llanos de Guárico, donde el sol calcina las esperanzas tanto como la tierra, resuena el eco de Pedro Zaraza: “O se rompe la zaraza o se acaba la bovera”. Esta metáfora ancestral sobre la resistencia encuentra hoy su reflejo en pueblos como San José de Guaribe, donde adolescentes de 14 a 18 años caminan entre escuelas sin maestros y tierras sin sembradores. 

En algunos sectores, las estaciones de combustible abandonadas son monumentos al bloqueo que ahoga más que cualquier sequía, mientras las sanciones internacionales contribuyen a desangrar empresas locales que antes florecían como chaparrales en abril. 

José Antonio Páez, el centauro que comandó expresando la frase “¡Vuelvan caras!” en la Batalla de Las Queseras, hoy ordenaría girar hacia las urgencias reales: aulas sin libros, parturientas sin maternidades, jóvenes sin créditos. Su estrategia sería clara: convertir cada problema en trinchera, cada limitación en acicate para la inventiva. 


Aulas bajo el samán: pedagogía que engrana tierra y chip

En 1830, Simón Rodríguez enseñaba bajo árboles de ceiba, fusionando matemáticas con agricultura. Su espíritu late en la necesidad actual de escuelas técnicas que combinen drones agrícolas con saberes llaneros. Imaginen liceos en Calabozo donde, entre cosechas de arroz, los estudiantes programen sensores de humedad usando paneles solares hechos con materiales reciclados; talleres en El Socorro donde se reparen tractores con piezas impresas en 3D, alimentadas por biodigestores de estiércol vacuno. 

Las mil sanciones ilegítimas y arbitrarias demolieron infraestructuras, no la capacidad creadora. En San Juan de los Morros, adolescentes sin acceso a repuestos pueden convertir un autobús abandonado en aula móvil con internet satelital, demostrando que ingenio vence bloqueo. Este modelo, replicado, puede transformar a Venezuela: cooperativas juveniles administrando estaciones de servicio renovadas, cultivos hidropónicos en escuelas sin luz, redes de trueque digital usando criptomonedas locales. 

Ezequiel Zamora, defensor de tierras para campesinos, exigiría hoy créditos para jóvenes agricultores: préstamos blandos condicionados a prácticas ecológicas. Bolívar, visionario de la educación pública, demandaría universidades itinerantes/móviles que lleven laboratorios de biotecnología a los hatos. Ambos coincidirían: la independencia del siglo XXI se siembra con tractores inteligentes y soberanía digital. 

La dispersión de profesores y talentos no se detiene con discursos; requiere hechos: laboratorios de agrorrobótica en liceos rurales, pasantías en empresas que fusionen blockchain con comercio justo, salarios que compitan con los del exterior. Andrés Bello, creador de la Universidad de Chile, invertiría en bibliotecas online con Wikipedia descargable, talleres de inteligencia artificial aplicada a problemas locales, becas que exijan proyectos comunitarios como contraprestación. 

La frase "Cuando llueve, se levantan los muertos" adquiere doble lectura: las lluvias desentierran promesas incumplidas, pero también riegan brotes de cambio. Cada aguacero podría alimentar sistemas de cosecha hídrica diseñados por estudiantes, cada relámpago cargar baterías en escuelas sin electricidad. Las redes sociales, hoy imán de éxodos, pueden convertirse en plataformas donde influenciadores llaneros enseñen permacultura a millones. 

Los jóvenes rebeldes revolucionarios necesitan ejemplos, no sermones. Casos como otros países, donde convierten basureros en huertos urbanos con riego por goteo controlado por App, o el de otros municipios, donde adolescentes exporten mangos usando contratos inteligentes. 

Las escuelas granjas y técnicas deben renacer como polos de innovación abierta. Aulas sin muros donde se aprenda marketing mercadotecnia digital junto a siembra de yuca, donde abuelos enseñen a leer las nubes mientras ingenieros explican satélites meteorológicos. La meta: formar “agrotechies” que vean el campo como espacio de vanguardia. Zamora, desde su fe en tierras libres, armaría hoy a los jóvenes con drones y títulos de propiedad. Bolívar, estratega, lanzaría una campaña nacional de siembra tecnológica: un smartphone por cada hectárea cultivada, una computadora por cada escuela reactivada. 

El «Hecho en Venezuela» que emerge son realidades: paneles solares hechos con silicio local, Apps que traducen lenguas indígenas al código binario, ferias donde campesinos exhiben inventos premiados en el exterior. La rebeldía juvenil, enfocada en crear, puede transformar el “ver qué pasa” en “ver qué creamos”. Mientras en San José de Guaribe una joven usa TikTok para mostrar cómo revive cultivos ancestrales, en Mérida profesores dictan clases de programación bajo árboles de guayaba usando tabletas solares. Cada uno es soldado de una batalla distinta: la que libran con ideas, con raíces profundas, con la certeza de que el futuro no se espera, se siembra.


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