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Líder que se hizo pueblo

Oscar González Ortiz

Doce años después de su siembra, su legado no cabe en estatuas ni discursos, late en la memoria de quienes lo vieron mojarse bajo la lluvia aquel 4 de octubre de 2012, rechazando paraguas mientras el pueblo se dio cita en el centro de Caracas para cerrar la campaña electoral presidencial. Los médicos, antes de él partir al acto, indicaron que era recomendable que no se mojara; le ofrecimos las sombrillas, no las acepto, pareciendo significar esa reacción: “si ellos se mojan, yo me mojo”.  Convirtió un acto simbólico en una emotiva acción de pedagogía política: el líder no está por encima, es parte del torrente colectivo. Ese día, bajo el aguacero, no hubo discursos sobre socialismo, hubo un hombre que entendió que la política, para ser fértil, debía arraigarse en el barro de lo cotidiano. 

Hugo Chávez redibujó la política, gobernaba con brújulas morales. Llevaba siempre un cartógrafo en su equipo, no para estudiar fronteras; estaba para recordar que “no se puede amar lo que no se conoce, ni defender lo que no se ama”. Esa frase no era abstracta: en cada gira señalaba ríos contaminados, montañas deforestadas o escuelas abandonadas, como si el territorio fuera un cuerpo herido que exigía sanación. 

La geografía era un acto revolucionario, repetía, inspirándose en Simón Rodríguez, el maestro del Libertador que veía en la educación geográfica la semilla de la independencia. En una oportunidad, esta orientación por el territorio nos llevó después de una actividad,  a  un viejo cuartel en desuso en la Urbanización 23 de Enero —una estructura corroída por el tiempo y el olvido—, llegando a preguntar por el piso original del lugar; no buscaba datos históricos. Se orientó en reconectar la memoria material de un país que, como el edificio, necesitaba cimientos nuevos; tiempo después esta estructura es conocida como «Cuartel de la Montaña», hoy mausoleo y símbolo de la Revolución Bolivariana. Chávez enseñó que las estructuras políticas, sin afecto humano, eran esqueletos vacíos. 

Cuando la política se olvida de jugar carritos. En otra ocasión, bajando las escaleras de una institución, se detuvo y cargó a un niño que portaba una boina roja y jugaba con carritos en uno de los escalones. Con traje, corbata y banda presidencial, se arrodilló, enderezó la fila de aquellos juguetes y jugó unos segundos. Las cámaras captaron el instante: el Presidente de Venezuela estaba a la altura del niño, riendo mientras las autoridades tras él esperaban. Este acto, aparentemente trivial, encapsulaba su filosofía: la política debía ser terrenal, no ceremonial. “Yo no soy yo, soy un pueblo”, expresaba, pero en ese momento era simplemente un adulto que recordó que gobernar es, también, escuchar el rumor de las pequeñas cosas. 

La erosión de los espejismos y el peso del olvido

Hugo Chávez desconfiaba de los sistemas políticos tradicionales, a los que llamaba “estructuras sin sentimientos”. Para él, la burocracia era un óxido que corrompía el alma de las instituciones. En sus viajes, señalaba fisuras: hospitales sin medicinas, escuelas sin pupitres, carreteras que morían en el abandono. “Esto no es pobreza, es saqueo”, denunciaba, refiriéndose a décadas de corrupción que habían convertido al Estado en un espectro. 

Su respuesta fue construir mapas mentales: redes de Misiones Sociales que tejieron la nueva cartografía de derechos. Pero su gran enseñanza fue que ningún sistema sobrevive sin participación humana. Criticó a los líderes que confundían lealtad con obediencia, y a las estructuras que priorizaban el protocolo sobre la gente. “¿De qué sirve un plan de desarrollo si no incluye el corazón de quienes lo ejecutan?”, cuestionaba. Su legado más duradero no son las políticas, es el llamado a humanizar el poder: a gobernar con las manos sucias de tierra y los zapatos embarrados de calle. 

El reto del ahora

¿Cómo se mide un legado? Hoy, frente a un país fracturado por los bloqueos, más de mil sanciones y la polarización, el desafío no es imitar a Chávez, tenemos que entender su método. Él no le hablaba al pueblo, se hacía pueblo. Visitaba barrios sin aviso, improvisaba discursos desde camionetas, y convertía las fallas del sistema en lecciones públicas. “La verdadera revolución es una epidemia de conciencia”, decía, y su contagio fue una energía que fusionó esperanza con acción. 

Sin embargo, su obra está incompleta. Como advirtió Uslar Pietri, “sembrar el petróleo” requiere más que discursos: exige instituciones que trasciendan. El «Cuartel de la Montaña»,  debe ser un recordatorio: sin participación constante, hasta los símbolos más poderosos se vuelven fríos museos.

La geografía del nosotros. Chávez no murió, se multiplico, pero su mapa sigue abierto. En él, las carreteras no son rutas de asfalto, se constituyen venas por donde corre la voluntad colectiva. Las montañas no son cerros, enfrentamos desafíos a escalar con utopías. Los ríos no son agua, construyamos historias de quienes, como él, creemos que amar un país es dibujarlo todos los días, con tiza en las paredes de la realidad. 

Requerimos al final, que su legado no sea un monumento. Hagámonos esta pregunta: ¿Podemos construir sistemas donde los niños jueguen a los carritos con los presidentes, los mapas se lean con el corazón, y la política no tema mojarse bajo la lluvia? La respuesta, como el mismo Comandante Chávez diría, “está en el pueblo”. Porque, al fin y al cabo, la geografía más importante no está en los atlas, revisémonos la conciencia y las manos para la defensa de la patria; por cierto, recuerda: el sol de Venezuela nace por el Esequibo. 


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