Abril en resurrección: La fe que resiste entre el dolor
y el recuerdo de Hugo Chávez
Por: Oscar González Ortiz
En las calles de Guárico, el tiempo no se mide en horas, lo medimos en preguntas: ¿Cuánto cuesta hoy la vida? Agradezco a quienes, entre recuerdos y risas amargas, abrieron sus redes sociales para contar historias de vida. En un país donde el dólar paralelo es un verdugo silencioso, los bloqueos y sanciones internacionales ahogan hasta el último suspiro de progreso, el pueblo se aferra a una fe que no cabe en los manuales de economía.
“Siéntese, aunque sea en el suelo” —me dijo una mujer en la comunidad de Puente de Hierro, en San Juan de los Morros—; su casa de zinc, sin agua, para el momento sin luz pero con un afiche de Hugo Chávez cubierto de polvo y gloria. Cada hogar es un microcosmos de resistencia: madres que hierven hojas de mango para simular té, ancianos que venden la harina de las bolsas para obtener bolívares y comprar Losartan, niños que leen bajo la luz del teléfono móvil para realizar la tarea en la noche. La persona que lea el artículo expresará que la supervivencia es un acto político.
El lago de las lágrimas: Cuando el líder es memoria y el pueblo, profecía
Visité el laguito del Círculo Militar en Caracas, aquel que en una oportunidad transité acompañando desde determinada distancia a Hugo Chávez. Hoy, esas aguas quietas reflejan el cielo y el peso del legado que se debate entre nostalgia y urgencia. “Dios nos quitó al líder, pero nos dejó su rabia” —susurró un campesino en Valle de la Pascua—, mientras señaló una grieta en la tierra reseca. La paradoja es desgarradora: el hombre que prometió llevar agua a todos los rincones ahora observa, desde algún lugar inalcanzable, cómo comunidades enteras cavan pozos.
Sin embargo, en medio de la desolación, surge el fenómeno inquietante: la lealtad no se dirige entre la traición histórica y la esperanza colectiva, persiste entre la idea de que alguien, alguna vez, los miró como seres humanos y no siendo parte de los índices o estadísticas. La señora Blanca, de la comunidad de Vista Hermosa, cuyo cáncer devora su rostro sin que ningún hospital tenga medicinas para aliviarla, me escribió algo que parece un himno clandestino: “Chávez no era perfecto, pero nos hacía sentir vivos”. Sus palabras encapsulan el dilema venezolano: ¿cómo honrar el pasado que dio dignidad sin ignorar un presente que la arrebata?
Remembranzas de un arduo vivir
Abril, mes que evoca la resurrección cristiana y el rescate de Chávez durante el golpe de 2002, está en contradicción. Niños como Mateo, condenados por diagnósticos que suenan a sentencia, son recordatorios de que la esperanza no es abstracta: es un niño que pide jugar un día más, jóvenes invidentes construyendo espacios de vida, muchachos solicitando prótesis de brazos o piernas, abuelas que requieren atención, personas con discapacidad auditiva. Cómo ha transitado el equipo de Funicitec llevando medicinas a los consultorios populares en las diferentes comunidades gracias a la solidaridad. Pero ¿qué hace que el pueblo, aun derrotado por cifras, siga creyendo? La respuesta podría estar en lo que el antropólogo Marc Augé llamó “los no lugares”: espacios sin identidad donde florece la solidaridad.
En una comunidad, vi al maestro dar clases bajo un samán, usando tizones de carbón como tiza; en Cabruta, Antonio, quien es pescador, intercambia bagres por medicinas. Estas acciones informales, tejidas al margen de los bloqueos y más de mil sanciones, son la verdadera “economía de guerra”: no hay combates con tanques, entre los avances del dólar paralelo, promedio o personalizado, ya no sé qué nombre darle, batallamos entre la cotidianidad y la esperanza.
Los afiches de Chávez en las salas de las viviendas, más que un símbolo político, son actos de magia cotidiana. Como el morral que una mujer en Altagracia mostró orgullosa: “No es que lo adore, es que me recuerda que alguna vez fuimos importantes”. Este sentimiento trasciende ideologías, es un duelo colectivo por la autoestima perdida. Incluso en la teología popular hay ecos de esto: “Si hasta Jesús necesitó ayuda, ¿por qué nosotros no?”, reflexionó un pastor en el hospital, mientras repartía arepas.
La fe aquí no son piedras, es el combustible que por ahora nos guía. Hoy, mientras organizo mis ideas lejos del teléfono, pienso en Mateo, en la señora Blanca, en los abuelos que mueren esperando una esperanza que no llega. ¿Cómo no quejarse cuando el dolor tiene nombre y apellido? Pero también pienso en aquellas palabras de Julio Cortázar: “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.
La lucha no es contra el dólar paralelo o las sanciones, es contra la desmemoria. Chávez, más que un líder, fue un espejo que devolvió al pueblo su propio rostro, y aunque ese espejo al parecer está roto, los fragmentos siguen reflejando las manos de quienes intentan reconstruirlo. Venezuela no clama por un salvador, aboga por la posibilidad de volver a creer en sí misma. Las lágrimas derramadas en cada visita no son signo de derrota, es la rabia sagrada que, como el laguito en Caracas, contiene aguas estancadas con una gran cantidad de expectativas y esperanzas.
Abril, con sus lluvias y fantasmas, nos recuerda que hasta en el desierto pueden nacer flores. Mientras existan equipos como los de Funicitec que carguen medicinas en mochilas de Chávez, madres que cocinen sopas, y niños que sonrían ante una crayola rota, este pueblo seguirá siendo dueño de una historia que ni las sanciones ni el olvido podrán borrar. La pregunta no es si vendrán tiempos mejores, preguntémonos si estaremos listos para reconocerlos cuando lleguen.
Gracias a todos los que participaron en la articulación de este escrito.