Resonancia que no cesa: Memorias del 4-F y la resistencia como semilla de futuro
Por: Óscar González Ortíz
Tres décadas y tres años después del
4-F, aquella chispa que encendió Hugo Chávez en 1992 sigue ardiendo bajo el
suelo de un país asediado por sabotaje petrolero, sanciones que superan el
millar, bloqueos y deslealtad de algunos —trajes que cambian de color según el
viento—, males que no han logrado apagar la llama que, paradójicamente, crece
en la adversidad.
¿Qué fuerza impulsa a las personas a subir al Cuartel de la Montaña, tocar el mausoleo o quedarse en silencio frente a su figura? No es nostalgia: es un ritual de recarga simbólica, una búsqueda de energía del líder que convirtió la derrota en profecía. Aquel «por ahora», pronunciado, mutó en promesa colectiva. Hoy, en medio de crisis multifacéticas, el gesto de tocar su sarcófago no es veneración pasiva, es un acto político: una forma de recordar que, como él, el pueblo puede convertir el revés en punto de partida. Ahora bien, ¿por qué los enemigos internos y externos insisten en desestabilizar un proyecto que, según sus cálculos, debería haberse derrumbado? La respuesta yace en un concepto que Chávez entendió como nadie: la dignidad como arma geopolítica.
Lógica indescifrable
Mientras las potencias diseñan
sanciones para estrangular economías, subestiman que un pueblo alimentado por
memorias de resistencia —Guerra de Independencia, lucha contra el Puntofijismo,
el 4-F— desarrolla anticuerpos morales. El modelo chavista, con todas sus
contradicciones, puso en el centro algo revolucionario: al ser humano como fin,
no como medio.
Desde las Misiones sociales hasta la
unión cívico-militar, tejió un entramado donde soldados y maestros compartían
trincheras en barrios marginados. Claro está, los errores existen —corrupción,
dependencia petrolera, hiperpolitización—, pero reducir este proceso a sus
fallas sería ignorar su aporte filosófico: demostrar que otra globalización es
posible, basada en solidaridad Sur-Sur y no en explotación. Sin embargo, el
mayor desafío no son los ataques externos, pareciera la falta de unidad.
Chávez, en su último discurso del 8 de diciembre de 2012, advirtió: «No se
dejen engañar por los aduladores… ni por los que les hacen coro».
La advertencia resuena hoy como un
código por descifrar. En un escenario donde redes sociales amplifican discursos
polarizantes y aparecen oportunistas que mercadean con el legado
revolucionario, la lealtad se vuelve un músculo que debe ejercitarse diariamente.
¿Cómo? Siguiendo su ejemplo en microdosis: «cinco minutos al día seamos como
Chávez», de reflexión ética. Imaginar: ¿qué haría él ante un funcionario que
prioriza intereses personales? ¿Cómo enfrentaría la guerra mediática que
criminaliza la rebeldía? La clave no está en imitar gestos, está en adoptar su
brújula moral: anteponer la patria al ego, la estrategia a la improvisación.
Cabe preguntarse, además, ¿qué
significa «seguir construyendo patria» en 2025? No es repetir consignas, es
reinventar la utopía. Chávez recorrió Venezuela escuchando —no sólo hablando—,
desde los páramos andinos hasta el Territorio Esequibo. Esa pedagogía
itinerante, donde el mapa se convirtió en aula, ofrece una pista: la próxima
victoria no será en urnas o cuarteles, será en aulas, fábricas recuperadas y
campos sembrados con agroecología.
El enemigo ya no usa uniformes
coloniales, sino que viste trajes de tecnócratas, algoritmos de desinformación
y dólares digitales. Por ello, la resistencia debe ser inteligente: combinar la calle con el ciberespacio, la
tradición oral con inteligencia artificial al servicio del bien común.
Finalmente, la esperanza de «tiempos buenos» no es un acto de fe, es un
ejercicio de memoria y voluntad activa.
Cuando un joven toca el mausoleo, en el cuartel 4-F, no busca milagros, él se reconecta con la idea de que los pueblos, incluso heridos, pueden ser arquitectos de su destino. Como escribió el poeta venezolano Aquiles Nazoa, «La vida no es para que la vivamos como un enigma doloroso, sino como una fiesta alegre». Chávez, con su verbo cálido y su chaqueta roja, encarnó esa fiesta política.
Hoy, en su ausencia física, el reto
es democratizar su carisma: que cada ciudadano sea, en su trinchera, un líder
capaz de unir sin dogmas, luchar sin odio y soñar sin fronteras. Porque, como
él enseñó, la patria no es un territorio: es un acto de amor en movimiento.