La mujer del ahorcado
“Ahora que sé que vienes, que –sin saberlo nadie más que yo- regresas, la nada en que me desenvuelvo se torna insoportable y liviana al tiempo. Todo se conforma una antesala, una referencia que echar al fuego del inminente reencuentro. Y este anhelo intolerable, preñado de un obstinado recuerdo que aún no es tal pero que anticipa de forma vívida lo que vendrá, me lleva a la primera vez que te vi llegar al pueblo a través de los visillos de la vieja casa en que habito”
Cuando el desconocido llegó al pueblo, no fueron pocas las mujeres casaderas que se hicieron ilusiones. No porque el hombre mostrara –que se sepa al menos- un interés más allá de la mera cortesía con ninguna de ellas, sino más bien porque en un lugar de menos de mil habitantes cualquier novedad tiende a ser interpretada en clave de destino.
El recién llegado era cortés y dispuesto, pero reservado en lo tocante a su intimidad y en particular a las motivaciones que le habían llevado a tan recóndito lugar. Se instaló en la casa en que vivió Lupita antes de que Lupita se fuera a la ciudad, y en el bar y en la plaza y en la tienda de abastos se ponían en común informaciones, bulos y teorías más o menos fundadas sobre él.
Llevaba anillo de casado, pero nadie le escuchó hacer referencia alguna a su mujer. Recordaba Felicidad, mientras pesaba un kilo de garbanzos en remojo para doña Zenaida, que Javier –que así se llamaba el hombre- había estado ya en otra ocasión alojado en casa de Lupita junto con su joven y hermosa esposa. De esto haría tres o cuatro años. Por lo visto él y Lupita eran familia, posiblemente primos carnales.
A partir de aquí divagaban las buenas mujeres sobre el estado civil (¿un hombre divorciado llevaría aún el anillo?) y la posible duración de la estancia del forastero en el pueblo, y debatían sobre cosas como el volumen del equipaje que trajo consigo y la proximidad de las fiestas navideñas como indicio de sus planes futuros.
Pero poco duraron tales disquisiciones, porque a finales de noviembre encontraron a Javier ahorcado en un viejo álamo situado a escasos metros del pueblo. No había nota junto al cadáver ni en la casa de Lupita, pero a nadie se le pasó por alto que el difunto no portaba el anillo de casado. El juez de guardia despachó el expediente a instancias del informe forense determinando que se trataba de un caso claro de suicidio.
Mientras, las evanescentes esperanzas de las mujeres del pueblo se transformaron en morbosa espectación cuando se procedió al trámite de contactar con los parientes más cercanos del finado.
La viuda se trasladó al pueblo tan buen punto fue informada de la trágica noticia. Se llamaba Angela y era tan hermosa como la recordaba Felicidad, pese al evidente dolor que constreñía su rostro. Ante el gentil pero implacable interrogatorio al que fue sometida por las vecinas reconoció unos incipientes problemas en su matrimonio, pero según su parecer -¿quién podría contradecirle?- perfectamente resolubles y desde luego no merecedores de tan trágico desenlace.
Veló Angeles a su esposo hasta que las fuerzas se lo permitieron, y se retiró a reposar y pasar noche a casa de Lupita. En la mesa del comedor encontró la viuda un sobre a su nombre. En su interior estaba el anillo de Javier y una nota manuscrita:
“Ahora que sé que vienes, que –sin saberlo nadie más que yo- regresas, la nada en que me desenvuelvo se torna…
A medida que leía la nota, la espeluznante verdad empezó a filtrarse en su cerebro como el sol del amanecer tras una noche de resaca. El gesto de espanto de la mujer del ahorcado fue claramente visible tras los visillos de la vieja casa que se alzaba frente a la que habitaba.
Autor : Erre Medina