Mi madre pensaba que yo era un botarate, y me lo recordaba a la menor ocasión que tenía.
—Eres un botarate– me gritaba con incrédulo desespero cuando la gente me preguntaba cualquier cosa y yo me quedaba en silencio, como alelado, o cuando cuando me sorprendía inmóvil en el patio bajo la lluvia y me tenía que meter en casa a empujones.
Mi madre nunca entendió, ni tan siquiera cuando nos sobrevino el inconcebible final que habré de relatarles, que yo estaba enfermo de asincronía.
Y como es una enfermedad que no existe, porque sólo la tengo yo y nadie me la ha diagnosticado, me veo en la obligación de explicarles en qué consiste ser asincrónico.
Imaginen que dejan caer al suelo una pelota de goma. La pelota cae, impacta contra el pavimento, rebota y vuelve a subir con algo menos de fuerza que antes, hasta que se detiene una milésima de segundo en el aire y de nuevo cae, rebota, etcétera. Acción, reacción que a su vez se vuelve acción de la subsiguiente reacción, que a su vez bla, bla.
Bien, ahora supongan que la contatenación de reacciones sucesivas no se produce de manera sincrónica. Quiero decir, y por seguir con el ejemplo, que la pelota no rebota inmediatamente después de chocar contra el piso, sea porque tarde más de lo debido en hacerlo (un segundo, un día), sea porque por el contrario vuelva a subir antes de impactar contra el suelo, desdoblándose y cruzándose de manera inexplicable la que ya asciende con la que aún está bajando.
Y ahora traten de imaginar que no es la pelota sino ustedes los asincrónicos. Tomen bajo esa premisa cualquier fragmento de cualquiera de sus jornadas y descuadren la esperable correlación temporal de cada secuencia que hayan vivido. Quédense un día, por ejemplo, pasmados y sin capacidad de reacción cuando su jefe les pida explicaciones ante cualquier desaguisado que hayan provocado, o bien respondan airados a un insulto que aún no se ha producido, o sin salir del mismo día aporten una solución genial a una problemática que todavía no se ha gestado. Recen después, si se atreven a conducir un vehículo, para que el presente de cada fase semafórica coincida con el que sus sentidos perciben en cada momento. Traten –ese día y todos los que hayan de venirles encima después- de mantener una relación, un trabajo, una vida mínimamente normal.
Si han conseguido entender aún de forma vaga lo que les intento decir, sean bienvenidos a mi infierno asincrónico.
Para cuando cumplí los dieciocho años ya me hallaba en tierra de nadie, a medio camino entre la consolidación de un fracaso académico anunciado y la imposibilidad de desempeñar con un mínimo de eficiencia los trabajos más elementales. Mi padre, cuya indiferencia por lo que le rodeaba tenía la virtud de hacerme sentir de alguna manera un tipo normal, decidió largarse a vivir con una de las reponedoras del economato de la esquina a una especie de corrala, donde me lo imagino desde entonces tocando palmas indiferentes en el patio, entre rasgueos y ayes quejumbrosos y olor a repollo hervido.
El caso es que nos quedamos solos y con poco a nada que esperar del futuro mi madre y yo. Ella decidió instalarse de forma definitiva en una amargura etílica, más allá del horizonte de la realidad, remendando pasados inventados, resignada a tener que cargar de por vida con un hijo retrasado.
Y en esas estábamos cuando mi asincronía empeoró y empezaron mis problemas con la ley.
Recuerdo que caminaba tranquilamente por la calle cuando, poco antes de entrar a una tienda de telefonía móvil, un guardia de seguridad salió del establecimiento y se me tiró encima. Luego llegó la detención, las preguntas, y la recomendación de un abogado de oficio taciturno de que me declarara culpable y aceptara una sentencia de conformidad. Las cámaras de seguridad no mienten, se ve perfectamente cómo te metes el móvil en el bolsillo interior de la cazadora. Y era verdad, porque en el registro posterior efectivamente hallaron en mi bolsillo el teléfono sustraído. Y también era mentira, porque nunca llegué a entrar en la tienda.
Tras completar las horas de trabajos en beneficio de la comunidad a que fui condenado opté por quedarme en casa, aterrado ante la perspectiva de salir y acabar cumpliendo penitencia por pecados no cometidos, culpable preventivo de alguna maldad aún no gestada. Dejaba pasar los días al arrullo de una rutina inócua, obsesionado por arrancar de raíz cualquier mal pensamiento que pudiera acabar desbocándose hacia alguna funesta consecuencia apriorística.
Pero, ay, la vida siempre escoge el peor momento para sacarnos a bailar.
Un día mi madre, a la que sacaba aún más de quicio mi pertinaz presencia en la casa que mis pretéritas ausencias, quiso echarme en cara vayan ustedes a saber qué cosa, y mientras me miraba desde el sofá con ojos vidriosos me dijo:
–Eres…
Y entonces se quedó inmóvil, el dedo índice a medio segundo de apuntarme, la bata raída anticipando la tensión de un gesto que ya no llegaría. Mirándome sin verme, ausente y estupefacta.
Como comprenderán, yo no tenía la más mínima intención de asistir al momento en mi madre se reenganchara al continuo temporal y entendiera que su hijo no era el tonto que siempre había creído, sino (o además) un engendro de la naturaleza capaz de descabalgarla del presente sin ni tan siquiera pretenderlo. Así que apresuradamente metí en una bolsa de lona algunas prendas y el poco dinero que había en la vivienda y me largué.
Deambulé durante lo que me parecieron horas sin rumbo fijo, presa de las paranoias más delirantes. Atisbaba tras cada esquina todo tipo de catástrofes asincrónicas, y el área de incertidubre temporal de cada transeúnte me mantenía en una insoportable alerta. Sin saber cómo, llegué hasta la zona del puerto viejo, donde algo más aliviado me perdí por un dédalo de callejas húmedas y solitarias. Finalmente entré en un tugurio roñoso a fin de aliviar el hambre y la fatiga.
Mientras daba cuenta de un bocadillo rancio de lomo me distrajo la fanfarria con la que desde un grasiento televisor se anunciaba la combinación ganadora de la Bonoloto. Recuerdo que por un momento fantaseé con la posibilidad de convertir los síntomas de mi enfermedad en habilidades y viajar al pasado para sellar un boleto ganador, como había visto hacer en alguna película. Luego pagué la consumición y salí a la calle. Quería estirar en la medida de lo posible el poco dinero que tenía, así que decidí buscar un portal tranquilo donde pasar la noche.
Me despertaron, ya de amanecida, los gritos de una vecina octogenaria conminándome a abandonar las zonas comunes del inmueble. Entumecido, me puse la cazadora que había usado a modo de almohada, y al meter la mano en el bolsillo lateral tropecé con un trozo de papel, que resultó ser un boleto de la BonoLoto sellado el día anterior.
Recuerdo que empecé a correr por el tortuoso laberinto del barrio portuario, maldiciendo el caprichoso trazado que me forzaba a dar desesperantes rodeos al albur de construcciones enfermas de salitre. Finalmente conseguí acceder al boulevard y busqué un puesto de prensa. Sudoroso y bajo la desconfiada mirada del kioskero, constaté lo que se me antojó al mismo tiempo inverosímil e inevitable: Los números del boleto que tenía en mi mano coincidían con los que habían resultado premiados en el sorteo celebrado el día anterior.
No les aburriré con los detalles de lo que vino después. Baste saber que me embolsé casi doscientos mil euros, y aún no los había invertido en un ático amueblado en la zona residencial de Ciudad y ya me imaginaba siendo agraciado con el bote de la Lotería Primitiva. Y cuando a la mañana siguiente apareció bajo mi almohada el boleto sellado fantaseé con acertar una de quince en la quiniela, y luego con el primer premio de la Lotería Nacional, y así sucesivamente.
Para cuando la Agencia Tributaria decidió supervisar con una inspección condenada al fracaso la posible etiología ilícita de los réditos derivados de mi pertinaz buena suerte, ese kamikaze insensato que todos llevamos dentro aprovechó el forzoso parón que mi sentido común me imponía para pasar al siguiente nivel y de paso hacerse el encontradizo con la tragedia.
Empezaron a aparecer así por los rincones de mi ático bolsas de dinero recién impreso, lingotes de oro, diamantes, cuadros y reliquias. Cada mañana me levantaba y el botín cuya sustracción había imaginando la jornada anterior aparecía en alguna habitación, a veces acompañado por una nota jocosa que yo mismo –mi yo desdoblado, como gustaba en llamarlo- me había dejado a modo de dedicatoria cómplice. Luego desayunaba deleitándome con los detalles del robo en la prensa digital: en ocasiones las cámaras de seguridad se habían detenido inexplicablemente, o en otras el sistema de apertura retardada fallaba, o la alarma sonaba con horas de retraso, justo en el momento en que aparecían por fin los desconcertados agentes de policía que debían cubrir el aviso.
Pero hoy, al despertarme, he sabido de alguna manera que algo iba mal. Todavía descalzo he recorrido el ático, buscando el diamante Farnesio que ayer me imaginé robando de la sala central del museo Victoria. Al no hallarlo, y bajo el peso de mil funestas sospechas, he consultado las noticias en mi portátil.
Es noticia de primera plana: la policía, alertada ante la imparable ola de atracos que estaba sufriendo Ciudad, apostó docenas de agentes de paisano en la sala donde se exponía el diamante, bajo la fundada sospecha de que el audaz ladrón no podría evitar la tentación de sustraer tan valiosa joya. Cuentan que aunque le dieron el alto el asaltante se negó a rendirse, aparentemente ajeno a cuanto sucedía alrededor suyo, la mirada perdida. Luego, de repente, se echó la mano al pecho, en un gesto que impelió a los policías a disparar ante el temor de que fuera a desenfundar un arma, resultando abatido en el acto. Se está procediendo a la identificación del cadáver y…
Trato de no perder los nervios, incapaz de apartar la vista de la imagen del bulto sin vida embutido en una bolsa de lona que ilustra la noticia. No sé el tiempo que tardará la muerte en alcanzarme, en resolver con su abrazo frío la anomalía que de alguna manera me convierte en resucitado asincrónico. Cierro los ojos, queriendo creerme capaz de encontrar entre los pliegues del tiempo un escondrijo en el que la parca no repare en mí.
—Eres un botarate –dice de pronto mi madre desde el sofá, sobresaltándome, su dedo acusador finalmente señalándome.
La miro, por primera vez consciente de mi estupefacción. Llorando de felicidad la abrazo, ignorando sus quejas desprevenidas y la flor carmesí que empieza a brotar de mi camisa a la altura del pecho.