Una de las imágenes más elocuentes de esta crisis la ofreció un sábado a finales de marzo el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, cuando acudió a la sede de la ONU a recoger un lote de 250.000 mascarillas donadas por el organismo porque la todopoderosa ciudad de los rascacielos, símbolo de riqueza en el país más rico del mundo, no tenía suficientes —ni mascarillas, ni respiradores, ni camas de hospital— para la ola de enfermos de covid-19 que se avecinaba.
El conocido como paciente cero en Estados Unidos se presentó el 21 de enero en un hospital de Seattle con algo de fiebre. El primer fallecido, una mujer de 60 años de California, se produjo el 6 de febrero. A partir de ahí, un cúmulo de errores, alertas ignoradas y nuevas y viejas carencias han llevado al desastre sin que una de las comunidades científicas más robustas del planeta lo haya podido evitar.
Estados Unidos está a punto de alcanzar los 100.000 muertos por coronavirus (llevaba 98.493 a media tarde del martes, según el recuento de la Universidad Johns Hopkins), lejos de los 60.000 que la Administración calculó en sus pronósticos más optimistas o de los 58.000 caídos en la Guerra de Vietnam, un trauma grabado en el imaginario colectivo estadounidense como vara de medir las tragedias. Más de 1,6 millones han dado positivo en pruebas de diagnóstico. En un país con 330 millones de habitantes, la ratio de mortalidad nacional es muy inferior a la de España, pero territorios muy castigados como Nueva York distorsionan la foto.
La pandemia ha retratado la brecha racial y social del país, atacando con más dureza a los pobres y las minorías, y reflejado el repliegue internacional de Estados Unidos. Donald Trump ha comparado este desafío con la Segunda Guerra Mundial, pero Estados Unidos salió de ese conflicto robustecido como líder global, como un guardián mundial de las libertades. Esta vez, mientras acelera en la carrera mundial por la vacuna, no ha podido mucho más que ayudarse sí mismo.
Alertas desde el primer día
La Administración Trump fue informada desde que llegó a la Casa Blanca de que una pandemia de esta gravedad era una amenaza muy real. No solo no preparó la respuesta, sino que redujo los medios personales y materiales para enfrentarse a ella.
El 13 de enero de 2017, siete días antes de la toma de posesión de Trump como presidente, el equipo saliente de Barack Obama informa al equipo entrante, en el ejercicio habitual de transición, del riesgo de que la gripe aviar H9N2 se convirtiera en “la peor pandemia de gripe desde 1918”. Se informa de posibles desafíos como la escasez de respiradores y de la necesidad “primordial” de una respuesta nacional coordinada. En abril de 2018, al convertirse en consejero de Seguridad Nacional, John Bolton despide a Timothy Ziemer, encargado de liderar la respuesta de la Casa Blanca a una pandemia. No es reemplazado y su equipo queda diseminado. Su abrupto despido significa que ya no hay un alto cargo encargado en exclusiva de la seguridad sanitaria global.
El 9 de febrero de 2018 el presidente firma una ley que recorta 1.350 millones de dólares en financiación para 10 años a los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC). En septiembre de 2018 el Departamento de Salud y Servicios Humanos desvía 266 millones de dólares de financiación de los CDC para destinarlos al programa de detención de niños inmigrantes.
El primer caso de la covid-19 emerge en la provincia china de Hubei el 17 de noviembre de 2019. Para finales de ese mes, las agencias de inteligencia estadounidenses, que llevaban al menos tres años advirtiendo de la “gran amenaza” de una pandemia, alertan de una enfermedad “cataclísmica” y “fuera de control”. En enero, el jefe de la Agencia de Alimentos y Medicación (FDA), Stephen Hahn, pregunta al Departamento de Salud si puede empezar a contactar a las empresas sobre el abastecimiento de equipamiento de protección personal. Le dicen que no. Le responden, según The Wall Street Journal, que eso podría alarmar a la industria y hacer que pareciera que la Administración no estaba preparada.
El 18 de enero Alex Azar, secretario de Salud, intenta hablar por primera vez a Trump de la epidemia. Mantienen una conversación telefónica, pero el presidente quiere hablar de cigarrillos electrónicos (Estados Unidos acababa de prohibir los de sabores) y no del coronavirus. El mismo día, Rick Bright, director de la Autoridad de Investigación y Desarrollo Avanzado Biomédico, hoy apartado por Trump, pide que se ponga en marcha un grupo coordinado de respuesta al coronavirus. Le dicen que no creen que sea urgente.
El 30 de enero la OMS declara que el brote de coronavirus es un emergencia de salud pública internacional. Tres días más tarde Trump restringe la entrada al país desde China. Un mes después, el 11 de marzo, los viajes desde Europa. Ese día la OMS declara el brote pandemia global.
Los CDC rechazan utilizar las pruebas de diagnóstico de la OMS, y deciden fabricar una propia, que finalmente resultaría defectuosa, lo que produce un grave retraso en la capacidad inicial de realizar test. Para mediados de febrero, el equipo de salud pública tiene claro que habría que cerrar colegios y negocios en puntos calientes, y que el Gobierno debería recomendar la distancia física y el teletrabajo. Pero tardan tres semanas en convencer al presidente de las terribles consecuencias de no actuar rápido.
El 13 de marzo el presidente Trump declara la emergencia nacional.
El Trump más estrambótico y aislado
El votante medio de Donald Trump ha desdramatizado las bufonadas del presidente, concepto que engloba desde los insultos públicos contra otros líderes mundiales a los fotomontajes en redes sociales o las peleas constantes con periodistas. Claro que no les gustan, dicen, ojalá no tuitease, pero, debajo de toda esa pirotecnia, resaltan, no hay más que un republicano bajando impuestos, nombrando jueces conservadores en el Tribunal Supremo y reduciendo la inmigración irregular. Cuando el histriónico Trump, un magnate convertido en showman televisivo, ganó las elecciones, proliferaron análisis y debates sobre si el sistema estadounidense, con sus sólidas agencias e instituciones, contrarrestarían las extravagancias del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
¿Qué efectos reales tiene que el presidente use una imagen con guiños a la serie Juego de tronos para amenazar con sanciones a Irán? ¿Cuánto importa que llame “débil” y “falso” al primer ministro de Canadá en Twitter? ¿Que defina sus ruedas de prensa como conciertos de rock? ¿Cuáles son los riesgos reales del estrambote?
La pregunta se respondió definitivamente el 23 de abril, cuando en medio de la peor pandemia en un siglo, con más de 23.000 estadounidenses muertos, el presidente sugirió en rueda de prensa utilizar inyecciones de desinfectante para matar el virus. “Veo el desinfectante, que lo deja KO en un minuto, ¿hay alguna manera de que podamos hacer algo así mediante una inyección? Porque ves que entra en los pulmones y hace un daño tremendo en los pulmones, así que sería interesante probarlo”, afirmó. Dos días después, aseguró que estaba siendo sarcástico. Las autoridades de emergencias del Estado de Maryland tuvieron que enviar una alerta a los ciudadanos pidiéndoles que no bebieran desinfectante. Habían recibido más de 100 llamadas preguntando sobre su posible consumo como tratamiento.
Trump se instaló en la negación durante semanas, restó gravedad a la covid-19, llegó a decir que desaparecería como “un milagro” (27 de febrero) y la equiparó con la gripe común (9 de marzo). Luego, entró en combustión. A lo largo de dos meses, ha dado información errónea sobre las vacunas y sobre los tratamientos y ha contravenido públicamente a todos sus expertos y sus propias recomendaciones oficiales, como cuando animó a reabrir el país el Domingo de Pascua, cuando azuzó las manifestaciones más agresivas contra el confinamiento y cuando aseguró que no pensaba usar mascarilla. Ha agudizado sus ataques a la prensa y a los demócratas. La semana pasada, en uno de los episodios más estrambóticos de la crisis, se despachó con que está tomando de forma preventiva hidroxicloroquina, un antipalúdico desaconsejado por su propio Gobierno fuera de ensayos clínicos y entornos hospitalarios por todos los riesgos que conlleva. Y que lo estaba tomando, sin estar enfermo, pues hasta ahora ha dado siempre negativo en la prueba del coronavirus. Días después, la OMS suspendió los ensayos clínicos de hidroxicloroquina por “precaución”.
En el momento más grave que ha enfrentado un presidente de Estados Unidos en varias generaciones, Trump se ha embebido de sí mismo. Durante semanas, desoyó a los técnicos y se encerró en su círculo de confianza, en el que su yerno, Jared Kushner, ocupa una posición principal. La crisis no ha servido para moderarle ni rectificar su giro aislacionista, su rechazo visceral a los organismos multilterales. Al contrario, ha suspendido la financiación de la Organización Mundial de la Salud, a la que acusa de actuar al dictado de China, ha respondido a la mala gestión de Pekín agitando teorías sin base sobre el origen del virus y ha criticado la falta de previsión de Europa. Ahora, enfatiza la proximidad de una vacuna. También el gigante asiático lo hace. Es en esta carrera por la vacuna en lo que Washington puede recuperar el terreno internacional perdido.
El desastre de Nueva York
“No aprobaré una orden de quedarse en casa, eso asusta a la gente (...) El miedo, el pánico es un problema mayor que el virus”. El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, rechazaba con esta contundencia las medida de confinamiento el 18 de marzo en declaraciones al podcast diario de The New York Times, cuando Estados Unidos cumplía su quinto día bajo la declaración de emergencia, los vetos a los viajeros de Europa llevaban más de una semana en vigor y los primeros territorios afectados por el brote, como California, ya habían ordenado el cierre de negocios no esenciales. Para entonces, el Estado de Nueva York ya era el epicentro de la pandemia en el país. Hoy, supera en fallecidos a España, pese a contar con menos de la mitad de la población.
En el relato de la pandemia en la primera potencial mundial, Nueva York requiere un capítulo aparte, no solo por lo voluminoso de las cifras —concentra una de cada tres muertes de todo el país—, sino porque sintetiza como pocos los pecados en muchas naciones: la infravaloración de los riesgos, las consecuencias de un sistema público diezmado, luchas políticas intestinas y la posterior dispersión de culpas por doquier. Que el demócrata Cuomo haya vivido en esta crisis el máximo histórico de popularidad muestra cómo una buena comunicación y la comparación con un líder nacional como Donald Trump puede embellecer una gestión con sonados errores.
La negativa de Cuomo al confinamiento obligatorio servía también para enmendar la plana a su viejo enemigo político, el también demócrata Bill de Blasio, alcalde de Nueva York, que llevaba varios días defendiendo este tipo de medidas. El 17 de marzo los seis condados de la bahía de San Francisco ya habían declarado una cuarentena obligatoria y el 19 se había hecho extensiva a toda California. El 22, Cuomo cerró también. El virus había dado señales de vida primero en la costa oeste, pero en Nueva York los casos empezaron a duplicarse cada dos o tres días y hoy tiene 10 veces más fallecidos.
No hay un cálculo sobre el ahorro de daños que hubiese supuesto esa semana de retraso. A la ciudad de Nueva York también le perjudicó la mayor densidad de población y un estilo de vida que favorece los contagios, con millones de personas abarrotando el transporte público y coincidiendo en pequeños comercios de barrio. La covid-19 había empezado a llegar a la ciudad durante los meses de enero y febrero procedente de viajeros llegados de Europa principalmente, como han coincidido las autoridades e informes de científicos publicados en abril.
Los hospitales de los barrios más pobres de la ciudad de Nueva York, que han sufrido con diferencia los zarpazos más duros del coronavirus, tuvieron dificultades para lograr respiradores y equipamiento necesario cuando recibieron, el 19 de marzo, la noticia de que iban a perder fondos públicos. Un panel promovido por Cuomo había decidido un recorte de 400 millones de dólares para Medicaid (la cobertura sanitaria de los desfavorecidos) y, pese a los llamamiento de los legisladores a rectificar, siguió adelante alegando que contaría con la ayuda del rescate global aprobado por el Congreso de EE UU.
El 25 de marzo, aprobó una directiva especialmente polémica, con la cual miles de pacientes en recuperación de la covid-19 fueron trasladados a residencias de ancianos, los mismos lugares que él mismo había definido como “terreno abonado para el virus”. Un recuento de Associated Press señala que al menos 4.500 enfermos fueron enviados a estos centros, donde se han producido 5.800 muertos, más que en ningún otro Estado. El gobernador revirtió la orden el 11 de mayo.
La errática política de Trump y el déficit de equipamiento en el ámbito nacional también ha marcado la crisis de Nueva York. Hace unos días, sin embargo, cuando Cuomo fue inquirido por su propia desatención en los primeros compases de la pandemia, culpó a medio mundo, incluida la prensa: “Los gobernadores no nos dedicamos a las pandemias globales, pero hay toda una comunidad médica nacional e internacional que sí”, dijo, para continuar: “¿Dónde estaban todos los expertos? ¿Dónde estaban The New York Times, The Wall Street Journal?”.
La guerra de los gobernadores
La pandemia ha sacado a relucir como pocas otras crisis anteriores la naturaleza federal de Estados Unidos. Trump ha permitido a los gobernadores de los Estados recuperar un músculo ejecutivo que había estado atrofiándose durante décadas de acumulación de poder por parte de los presidentes. Así, los Estados se han convertido en inesperado contrapeso del Ejecutivo federal y, como decía Cuomo, los gobernadores se han visto obligados a enfrentarse a una devastadora crisis global que nunca se habrían imaginado que entraría en sus competencias.
La falta de una estrategia federal coordinada y eficaz ha dado lugar a batallas abiertas en los Estados por conseguir material médico, adentrándose, cada uno a su suerte, en un enloquecido mercado global. “Me di cuenta de que tendríamos que montar, en nuestro centro operativo de emergencias estatal, una oficina de compras que iba a competir con el mundo”, dijo la demócrata Gretschen Whitmer, gobernadora de Michigan, tras una videoconferencia con otros gobernadores en la que la Casa Blanca les indicó que deberían buscar material médico por su cuenta. “Es una locura”, dijo el gobernador de Washington, el demócrata Jay Inslee, “es como estar en la Segunda Guerra Mundial y que el Gobierno federal no fabrique las botas”.
Han competido entre ellos y también con la propia Administración federal. El gobernador de Maryland, el republicano Larry Hogan, llegó a decir que tenía miles de pruebas de diagnóstico guardadas “en un lugar no revelado”, en parte porque no quería que las confiscara la administración Trump. En plena campaña electoral, han aflorado las críticas de que la Administración federal favorecía a aquellos Estados en manos republicanas. Y esta batalla librada por cada Estado, sin unos protocolos o directrices federales bien marcados, ha llevado a diferentes evaluaciones de la gravedad de la situación, deficiencias en el recuento de casos, y hasta a medidas de cierre de fronteras internas y episodios de agresividad de los vecinos de un Estado contra los visitantes de otros.
En la desescalada cada uno va por su lado, ignorando en muchos casos las directrices publicadas en el ámbito federal, aunque han forjado alianzas para decidir la mejor manera de reabrir sus economías y han construido sistemas para estudiar cómo responder a rebrotes y futuras pandemias. Todo, entre presiones de un presidente Trump con prisa por la reapertura. Con elecciones en noviembre, urge reactivar una economía que constituía su principal argumento para la reelección. Y animar a la vuelta a la normalidad desde Twitter es fácil, cuando son los gobernadores los que deberán responder de las decisiones que tomen.
Trump ha dicho que su autoridad como presidente “es total”, pero a la hora de la verdad ha dejado a los gobernadores el peso de la responsabilidad. Son ellos los que imponen las restricciones y las levantan. Y en los sondeos, sus respuestas a la pandemia salen mejor valoradas que la del presidente. La actitud de Trump, explicó la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Kayleigh McEnany, demuestra su compromiso con el federalismo. Otros creen que es una estrategia para eludir la responsabilidad.