Por Carolina Vásquez Araya
La polarización de las sociedades constituye un obstáculo
difícil de derribar.
El intercambio de opiniones opuestas sobre distintos temas
es, en esencia, un ejercicio saludable; pero también puede ser un mecanismo
utilizado para dividir a las sociedades frente a determinados intereses
económicos, sociales o políticos. La diferencia entre uno y otro suele residir
en cuál acuerdo sobre un marco valórico serviría de sustento para desarrollar
las distintas posturas en función de lograr acuerdos satisfactorios para la
comunidad. Es en esa dicotomía entre lo ético visto desde una perspectiva
social y los intereses particulares, en donde reside la mayor conflictividad y
desde donde surgen enfrentamientos derivados de la inevitable oposición de
ideas.
Si lo correcto se entendiera como el sistema capaz de
proporcionar el mayor bienestar a la mayor cantidad posible de habitantes de
una nación, el cuadro parecería alcanzar un nivel cercano a la perfección. Sin
embargo, el concepto mismo choca con la naturaleza egocéntrica de conglomerados
humanos marcados por la premisa de la búsqueda de la propia satisfacción como
un derecho inalienable. La conclusión implícita en esta premisa indica que el
bienestar de la comunidad es entonces un derivado del bienestar individual y no
al contrario, como debería ser por deducción lógica.
Construidos sobre esta plataforma individualista y orientada
hacia la materialización de la mayor cantidad posible de privilegios, las
sociedades tienden de manera inevitable hacia la confrontación entre grupos e
individuos cuyos objetivos solo coinciden en la necesidad de obtener una mejor
posición con respecto de los demás. Fuera de este cuadro van quedando, como un
rezago humano desechable, los sectores más pobres; los menos afortunados y
quienes poseen la menor cuota de poder, o ninguna. Este sistema, sostenido
sobre una base de la supremacía de los más fuertes, impide de manera radical
las aperturas de diálogos y consensos precisamente por su naturaleza
eminentemente egoísta y depredadora.
En la mayoría de nuestros países latinoamericanos, regidos
por sistemas aparentemente neoliberales, pero esencialmente corrompidos por
castas empoderadas durante siglos de dominación política y económica, el
diálogo entre distintos sectores de la sociedad es prácticamente impensable. La
concentración del poder impide casi por antonomasia cualquier acercamiento
honesto entre quienes han usurpado el dominio con quienes reclaman su parte del
poder. En medio de esos extremos existe un contingente de ciudadanos urgidos de
participación y con la capacidad suficiente para ejercer esa tarea, pero aislados
en una jaula de prejuicios y estereotipos diseñados para ese fin por medio de
la formación educativa, la imposición religiosa y la conveniente división por
clases y etnias.
Es esencia, el diálogo constructivo y capaz de generar
cambios estructurales sólidos y positivos con el concurso de todos los
sectores, es una utopía. Para lograrlo, se requeriría de un cambio profundo del
marco valórico cuya supremacía ha impuesto una visión determinada sobre lo
bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, siempre con el filtro de los
intereses individuales y contrario a un pensamiento capaz de derribar
obstáculos tan sólidos y arraigados como el racismo y el desprecio por los
menos afortunados.
De ahí el enorme valor de quienes luchan por erradicar
sistemas basados en la opresión y opuestos a la democratización de sus
estructuras institucionales. Sin ese paso, las diferencias de opinión no podrán
evolucionar hacia los consensos necesarios para hacer, de estos reductos
cerrados, auténticas sociedades.
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