Por: Douglas Bolívar
El
aeropuerto internacional Antonio José de Sucre de Quito es muy pequeño, casi un
tarantín, así que prácticamente al bajarme de la nave divisé a mi mediotiempo
que ansiosa esperaba descifrar mi figura por la zona de retiro de maletas.
Me
había propuesto que esta tarea no le resultase tan sencilla. Ufanado y
moralizado por haberme deshecho de ocho miserables e incómodos kilos, tras lo
cual recuperé mi otrora esbeltez, que tanta leyenda llegó a sembrar, jugué a
despistarla para honrarla con un escenificación novelera.
Así
que cuando llegué al último detector que me daba acceso a la calle, lo hice
investido con un pantalón vaquero ajustado talla 32 (dije 32), unas botas del
lejano oeste, un barbado a medio poblar y un peinado del tipo salvaje, además
de unos lentes al estilo mosca. Estábamos a cinco metros y ella desde luego que
seguía buscando con la mirada a través del vidrio entre quienes impacientes
esperaban arremolinados sus equipajes.
Todo
mi arte se precipitó cuando estando a una nariz de la puerta de salida un
oficial antidrogas del Ecuador se antojó de mi perfil y quiso saber si en mi
maleta había alguna cosa encaletada y me apartó a un costado para revolver mis
trapos... entre los cuales iban dos inocentes paquetes de harina de maíz porque
a ella le había dado la tocoquera de comer arepas galletas. Al agente se le
alborotó la bilirrubina con los paqueticos y enseguida armó un operativo y en
segundos estaba yo en una habitación pegado contra la pared y exigiendo un
defensor de los derechos humanos que levantara un acta del atropello.
Como
quiera que estos orangutanes no tenían la experticia necesaria para saber qué
era aquella molienda típicamente venezolana, la situación empezaba a alargarse,
por lo que pedí a uno de ellos que ubicara a mi moza, a quien dejaron entrar
para que se cagara de la risa una vez que desmonté mi melodrama y empecé a
vociferar ¡soy yo, soy yo! ¿Se concibe mayor humillación? Chico, me sentí tan
kunderiano, un personaje más de “El libro de los amores ridículos”, sobre todo
el del cuento de aquella chica que hace falso autostop a su novio.
Superado
el percance, y después de que mi nena y sus compañeras de estudios (dos
colombianas) le hubieran sacado toda la ganancia tragicómica a mi malograda
representación, fuimos a comer a cualquier lugar, porque en cualquier lugar
venden lo mismo, al punto de que mi costilla quiso llevarme a degustar una
exquisitez originaria: el choclo (una mazorca asada con ralladura de queso).
Los ecuatorianos tienen especial deleite por las lentejas, al extremo de que en
todas las cadenas de comida gringas han insertado un combo al que simplemente
le han agregado un plato de lentejas. Así cumplen el trámite de la
metamorfosis.
Quito
es una ciudad apaciguada, con aires pueblerinos, sin sobresaltos, con un orden
envidiable en el sistema de transporte... la ciudad destila una tranquilidad
desesperante. Los taxistas, unos ocho mil, andan arrechos con Correa porque
liberó la obligatoriedad de la matrícula y ahora todo el que tenga un carro
puede montar pasajeros. Los piratas triplican a los matriculados, que se quejan
porque se maman todo el día chancleteando las calles para sumar irrisorios ¡30
dólares! Ya se sabe, la moneda oficial de Ecuador es el dólar.
Los
taxis regularizados están pintados de la manera clásica de Nueva York, y la
mayoría parece estar asociado en cooperativas, como se indica en sus
carrocerías, en las cuales se repite muchísimo el nombre de Julio Jaramillo,
que es una advocación ecuatoriana.
Un
análisis socioétnico al voleo me hace concluir que el común ecuatoriano es
mayoritariamente indígena, conclusión que resultó chapucera cuando esa
tardecita ingresamos a un multicine. El fenotipo se transformó mágicamente en
suizo al cien por ciento. Qué vainas con nuestros países.
Así
vamos pateando la ciudad, a la espera de que la noche se alargue para dejarnos
caer por el antro conocido como Mayo 68, émulo de El Maní caraqueño. En el
centro de Quito está la Plaza Mayor, a cuyo alrededor se desparrama una patrimonial
zona colonial que es orgullo de América Latina y el mundo. Al frente está el
Palacio Carondelet, al que se accede con simplemente desearlo. Se pasea por
todas las oficinas y hasta el salón donde Correa hace sus reuniones
ministeriales. Antes del recorrido, al visitante le toman una postal que le
obsequian. Qué amable son los quiteños, chico.
La
zona colonial es la fuente reminiscente que a lo largo de los siglos ha dotado
a Quito como la ciudad intelectual, no de gratis era el sitio preferido por el
Libertador para realizar congresos de gramática con toda aquella gente que se
dedicaba a pensar y enseñar. Algunas críticas llegaron a caerle al Libertador y
a su bandada, porque risueñamente dedicaban prolongados debates sobre dónde iba
el punto y la coma, en lugar de resolver los padecimientos de la gente.
De
suerte que los quiteños se creen la tapa del frasco de la intelectualidad, y
despachan al resto de la latinoamericanidad con un desdén incomprensible, sin
contar que son pocos lo que se preocupan por bajar los decibeles de la
xenofobia colombiana, que se exhibe sin pudores ni regateos.
Yo
digo entonces que esa inejercitada supremacía intelectual tiene forma pero no
tiene fondo. Pero así es la dialéctica: cría fama y arrellánate en una hamaca.
Además
del barbado y el estilacho salvaje, mi arribo a Quito también había estado
acompañado al hombro de una guitarra que mi nena me regaló cierta vez que me
escuchó lamentar que ah malhaya quién supiera tocar esa jodía.
En
fecha aniversaria me la entregó con manuales para principiantes, pero yo la
arrinconé para serle fiel a mi inconsecuencia con todas las cosas importantes.
Y allí estuvo larga temporada en su estuche, resistiendo el polvo del tiempo.
Mi
escenificación aeroportuaria no estaría completa sino cerraba con un número
musical. Así que en su ausencia me esmeré en aprender a carraspearla para al
menos entonar una de sus canciones predilectas como momento culminante de mi
concebida memorable sorpresa.
Estoy
buscando una palabra
en
el umbral de tu misterio.
¿Quién
fuera Alí Ba-ba?
¿Quién
fuera el mítico Simbad?
¿Quién
fuera un poderoso sortilegio?
¿Quién
fuera encantador?
Estoy
buscando una escafandra,
al
pie del mar de los delirios.
¿Quién
fuera Jacques Custeau?
¿Quién
fuera Nemo el capitán?
¿Quién
fuera el batiscafo de tu abismo?
¿Quién
fuera explorador?
Corazón
oscuro,
corazón
con muros
corazón
que se esconde,
corazón
que está donde,
corazón
en fuga,
herido
de dudas de amor.
Estoy
buscando melodía
para
tener como llamarte
¿Quién
fuera ruiseñor?
¿Quién
fuera Lennon y McCartney,
Sindo
Garay, Violeta, Chico Buarque?
¿Quién
fuera tu trovador?
Corazón
oscuro,
corazón
con muros
corazón
que se esconde,
corazón
que está donde,
corazón
en fuga,
herido
de dudas de amor.
Lógicamente
que si se frustró un primer acto el siguiente tampoco vería la luz. Pero yo no
me había esforzado tanto para quedarme en el sacrificio. Así que no había
delatado la frustrada parte final de la sorpresa, porque mientras olfateábamos
a Quito había concluido en que al arribar Mayo 68 (donde estaba planificado el
bonchecito) haría mi postergado número musical, en esta ocasión disfrazado de
mí mismo, es decir, de paisanito.
Dicho
y hecho. Apenas ingresamos al ghetto, entoné mi melodía, que ahora pienso que
trastocó lo que vino a resultar una memorable noche. Eran las diez del sábado y
en el lugar había unas treinta personas que parecían estar ausentes del
estremecimiento que provocaba una banda cubana que a ratos se montaba en el
estrado. El nicho es de gente habitué que vive de vanagloriarse de que Mayo 68
es el sitio que Sabina visita cuando va a Ecuador. Gran vaina, yo también lo
visito.
Total
que sonó un cabillazo y enseguida mi mami y yo (lo propio que nuestras amigas
colombianas Ana María y Paola) nos empoderamos en el cenital de la pista y
empezamos a bambolearnos para aquí y para allá, un cruce de brazos aquí, una
pulitura de hebilla más allá, un cintureo por acacito, una vuelta de canela al
rato, un tonconteo después. En fin, Ana María, Paola, un paisano de ellas
llamado Roger y nosotros dos montamos una salsa casino que ni siquiera levantó
miradas, lo que me llevó a inferir que la clientela verdadera no se había hecho
presente, lo mismo ha debido pensar el intérprete cubano, que luego se acercó a
nuestra mesa refunfuñando en clave antillana: ooooñññooo, menos mal que ustedes
son venezolanos, porque estos ecuatorianos no bailan un carajo, son de yeso.
¡¡¡Asere,
monina, qué bolá!!! Así comenzó mi inesperado reencuentro con Albita Rodríguez
en Mayo 68, a eso de la una de la mañana, lo que por supuesto presagió un
inmediato cambio de la atmósfera. No se había echao el primer buche de mojito
cuando a una seña de su mulato Albita se entarimó para incendiar el recinto con
su caudaloso chorro de voz que abrió fuegos con una pieza levantamuertos:
Yo soy el punto
cubano
que en la
manigua vivía
cuando el mambí se batía
con el machete
en la mano.
Tengo un poder
soberano
que me lo dio la
sabana
de cantarle a la
mañana
brindándole
mi saludo
a la palma, al
escudo
y a mi bandera
cubana.
Por eso canto a
las flores
y a la mañana
que inspira
le canto a Cuba
querida
la tierra de mis
amores.
Soy la linda
melodía
que en el
campestre retiro
siempre le llevo
al guajiro
la esperanza y
la alegría.
En noches de romería
inspiro a los
trovadores
cantantes y
bailadores
gozan con el
zapateo
y se olvidan de
Morfeo
para tributarme
honores.
Ahora me
encuentro en La Habana
entre orquestas
y he gustado,
de cha-cha-chá
disfrazado
pongo una nota
cubana.
Aquí como en la
sabana
mi música
fraternal
viene del
cañaveral
representando al
mambí,
a la tierra de
Martí y a la Enseña Nacional.
¡Se
prendió la rumba, vengan todos!
Yo
conocí a Albita en la Cuba sobreviviente de principio de los 90, antes de que
hiciera la gusanera. Un mujerón aquel palillo de mujer que hoy tiene morada en
La Pequeña Habana de Miami, aunque en realidad se la pasa vagando por Europa y
Latinoamérica, me dijo, porque anda empatada con un mozuelo vocalista
colombiano que anda en permanente gira de taguara en taguara latinoamericana
persiguiendo la fama. Tiene un programa de televisión en la gusanera que graba
un solo día para toda la semana.
Con
su macho al costado sobrevinieron nada menos que “El cumbanchero”, “El
manisero”, “Son de la loma” y “Chan Chan”, luego de la cual hubo pausa porque
Albita pidió un sentido minuto de silencio para homenajear a Compay Segundo. A
este tipo de cubanos la nostalgia los golpea como una deficiencia renal.
A
estas alturas del partido Mayo 68 estaba atestado y rabioso, curdo y
seguramente fumao. Entonces me acomodé al lado de Albita y halé a la mía y
luego de un bisbiseo al oído de la cantante se vino con ¡¡¡Qué manera de
quererte, qué manera!!! El cogeculo. Ahora sí, el karaoke.
La
olla era una locura, y en la periferia mi nena y yo hacíamos lo propio,
absorbiéndonos el sudor y al toqueteo desinhibido.
Albita
demostró que es una grande, porque ciertamente maneja a su antojo el frenesí
del público, el sube y baja de la gente. Luego de haber llevado al máximo la
euforia del público, decide bajar la intensidad para que la gente recargue,
pero sin perder el hilo, empalme que hizo con una monumental salsa de ¡Silvio
Rodríguez!
Cuando Pedro
salió a su ventana
no sabía, mi
amor, no sabía
que la luz de
esa clara mañana
era luz de su último
día.
Y las causas lo
fueron cercando
cotidianas,
invisibles.
y el azar se le
iba enredando
poderoso,
invencible.
Cuando Juan
regresaba a su lecho
no sabía, oh
alma querida
que en la noche
lluviosa y sin techo
lo esperaba el
amor de su vida.
Y las causas lo
fueron cercando
cotidianas,
invisibles.
Y el azar se le
iba enredando
poderoso,
invencible.
Cuando acabe
este verso que canto
yo no sé, yo no
sé, madre mía
si me espera la
paz o el espanto;
si el ahora o si
el todavía.
Pues las causas
me andan cercando
cotidianas,
invisibles.
Y el azar se me
viene enredando
poderoso,
invencible.
Albita
dijo que toda su vida había estado marcada por cómo Silvio había logrado
trascenderse a sí mismo no con la letra de esta canción, que es grande, sino
con los arreglos que elevan la canción a los altares de la salsa. Dijo que la
pieza había sido el resultado de un laboratorio entre Silvio y el Grupo de
Experimentación Sonora de Cuba, producto de la infatigable voluntad del insigne
Leo Brower y un batallón de gente entre la que también se cuenta a Víctor
Casaus, quienes lo concibieron como la cantera que musicalizaría toda la
producción cinematográfica de la Isla, pero al mismo tiempo se proponía imitar
el fenómeno que ya había arrancado en Brasil con el surgimiento de un
ramilletes de músicos al estilo de Chico Buarque, Gilberto Gil, Elis Regina,
Badem Powell, Edu Lobo, Caetano Veloso, George Bem, Milton Nascimento y María
Bethania y tantos otros.
Siguió
la cubanía incrustándose en los huesos en Mayo 68. Afuera hacía una temperatura
de cinco grados, pero adentro el sofocón estaba delicioso. Albita continuaba
arrebatada, cada vez más. Así siguió la madrugada con “El cuarto de Tula”, al
que todos hicimos coro enloquecido que esa hora estremecía la zona de Foch
(equivalente a Las Mercedes caraqueña) y atraía a los sobrevivientes de la
noche. “Guantanamera” elevó la locura, que se extrapoló a grado delirante
cuando a Albita pareció poseerla el demonio del desarraigo y entre emocionada y
conmovida de llanto cantó e invitó a cantar “Somos lo que hay”, un jolgorio
compuesto por un esperpento llamado Manolín y autodenominado el médico de la
salsa, un balsero aéreo.
“Somos
lo que hay” fue el himno de la revolución timbera de mediados de los 90, como
si una nación de cubanos empobrecidos hubiese despertado una mañana mirándose
al espejo y colectivamente notado que eran de hecho los personajes más
chéveres, atractivos, decididos, requeridos y geniales del mundo entero.
somos lo que hay
lo que se vende
como pan caliente
lo que prefiere
y pide la gente
lo que se agota
en el mercado
lo que se
escucha en todos lados...
...somos lo
máximo
La
canción de marras dividió las opiniones de los cubanos de entonces (se
consideró vulgar en aquella época. Hoy habría sido tildada de reguetón). Pero
al momento de sonar estremecía las más sensibles fibras del modo de ser cubano
y sus adversarios cedían y la entonaban sin reservas, dándole una tregua.
Albita
pareció levitar al interpretarla y la pasión que lograba insuflar en nosotros
era como una droga que la desgañitaba más y más conforme el coro se iba
acercando a... ¡somos lo máximo!...
El
ejercicio de patria la dejó extenuada y se fue a bastidores a recuperarse,
transición que hizo su mulato apoderándose del micrófono para complacer a Ana
María y Paola que endemoniadamente pedían al grupo Niche, porque según ellas
dizque la salsa tiene un antes y un después con estos prodigiosos de Cali. Dime
tú, asegurar semejante vaina en una noche como esta noche.
Pero
el cantante era paisano de ellas y conocía bien a Niche, así que hubo un set
que comenzó con la Ana Milé:
Ana Milé tú no
tienes
no tienes la
culpa
que tu niño esté
llorando
y su padre no
cumpla.
Fue tu inocencia
joven mujer
al dejarte
convencer
y el consejo que
tu madre
te dio un día
no supiste obedecer.
Porque como
Pedro por su casa
aquel hombre se
paseó
con la risa te
engañó
se robó tu
corazón.
Y lo que tú y yo
planificamos
un futuro
realizar
en sueños quedó
al llegar
aquel hombre a
nuestro hogar.
Queda un camino
de piedra y filo
y la revancha
que da el destino
luz de esperanza
corre y alcanza
justicia arriba
está la balanza.
Firme y altiva
sigue tu vida
no pares niña
aún no está perdida
la mano fuerte
que hoy te fue esquiva
tierna y segura
aparece y ríes.
No llores, no
llores mi niña
no llores más.
La
noche cambió de protagonismo, porque estas niñas colombianas escalaron hasta la
barra y empezaron un cadereo sensacional que congregó a la masa, mientras que
los dos venezolanos murmurábamos que qué bolas estas colombianitas de Popayán
venir a decir que la salsa es una refundación colombiana y, de paso, creer que
se baten mejor que los venezolanos. Hicimos una declaración de guerra.
Pero
sus quince minutos de fama prosiguieron con “Nuestro sueño”, “Cómo podré
disimular”, “Una aventura”, “Hagamos lo que dice el corazón”.
Al
cabo de lo cual mi nena y yo le hicimos seña al vocalista para que parara.
Dijimos basta, vamos a sonar a Richie Ray y Bobby Cruz para enseñarles aquí a
las vecinas cómo es que se pule el cuero. Y comenzó la apoteosis. Rayita en
medio de la barra y arranca “Los fariseos”. En esa intensidad estuvimos como
dos horas, hasta que los primeros rayos del sol que se colaban por una
ventanita en el techo empezaban a delatar la necesidad de un armisticio. Iban a
ser las seis y pacté con Ana María dejar correr “La conciencia y la razón” para
batirnos en retirada.
Cuando
ya la concurrencia se dispersaba y nosotros nos ajustábamos las camisas para
coger calle más o menos decentes, revivió Albita y se lanzó una insólita y
memorable versión báltica de “Óleo de una mujer con sombrero”. A mi petición la
jornada fue clausurada con un temazo que acompañé con tímidos acordes de
guitarra, que Albita cantó con los ojos invadidos de lágrimas:
Cómo
fue,
no
sé decirte cómo fue
no
sé explicarme qué pasó
pero
de ti me enamoré.
Fue
una luz
que
iluminó todo mi ser
tu
risa como un manantial
regó
mi vida de inquietud
Fueron
tus ojos o tu boca
fueron
tus manos o tu voz
fue
a lo mejor la impaciencia
de
tanto esperar
Me
aferré a Albita y nos despedidos hasta quién sabe qué otra casualidad de la
vida. Cuando mi compañera y yo casi alcanzábamos la salida, dos gringos que
habían estado toda la noche tratando de hilvanar un paso me abordaron para
hacerme una proposición rarísima.
No
eran gringos, como parecían. Eran irlandeses y estaban en Ecuador porque en
Quito (a cuenta de supuesto ombligo de la intelectualidad latinoamericana) se
había ofrecido como plataforma en esta parte del mapamundi para la
conmemoración de los 90 años de la primera edición de Ulises, de James Joyce,
hijo pródigo de Irlanda y a quien se le rinde culto sacrílego.
No
se puede explicar ni creer lo que es Joyce para los irlandeses, concretamente
para la gente de la capital Dublín, quienes cada 16 de junio se despojan de su
personalidad para ritualizar las mismas 18 horas de ese día que narra Joyce.
Comen lo mismo, se visten igual, adornan como en la época, en fin, una cosa
infinita y por tanto incomprensible e inenarrable.
Los
90 años se cumplen en 2012, y estos fiebrúos ya andan desplegados por el mundo
en comisiones buscando conferencistas y fanáticos que para la fecha quieren ir
a Dublín a ser parte de la fiesta.
Dado
que los espíritus no daban para más a esa hora, me fueron al grano
preguntándome si no estaría yo interesado en dar una charla en la Universidad
Andina Simón Bolívar ese domingo a las dos de la tarde sobre algún tópico o
pasaje sobre la vida u obra de Joyce. Dije que no, por supuesto, pero también
por supuesto que mi costilla ripostó que no se preocuparan que allí estaríamos
cumplidamente. No dije nada, entendí que los estaba despachando. Y la anécdota
murió allí.
Entonces
nos fuimos caminando a la residencia de la universidad mientras yo carraspeaba
y tarareaba: ¡A tus atardeceres rojos se acostumbraron mis ojos como el recodo
al camino / soy cantor, soy embustero, me gusta el juego y el vino, tengo alma
de marinero! ¡Qué le voy hacer si yo nací en el Mediterráneo! ¡Y qué le voy a
hacer, si yooooo, nací en el Mediterráneo!
A
las diez de la mañana estaban buscándonos en la residencia universitaria los
hijos de sus madres de los irlandeses, que plena luz del día me parecieron más
bien vietnamitas. Estaban invitando a desayunar, pero no les creí, pensé que
simplemente estaban empleando una táctica para despertarme con tiempo
suficiente para la fulana conferencia.
Al
influjo de mi arrechera, y aunque me esforcé por ser cortés si bien no me salió
del todo bien, dije que yo no sabía un coño de Joyce y de su Ulises y que por
tanto nada tenía que decir, y mucho menos nada bueno, así que ténganse la amabilidad
de irse pal carajo y dejarme dormir y métanse su desayuno por el paltó.
La
sonrisa de comercial no se les desapareció, pero yo igual les batí la puerta en
la cara. Y así estuvimos mi flaca y yo, diciéndonos que esta vida si era loca,
mira que atravesarnos a esos especímenes en el camino. ¿Y quiénes serán esos
bichos, amorcito? ¿Serán unos traficantes de órganos que a cuenta de
extranjeros nos quieren joder? Le pasamos seguro a la puerta, no vaya a ser, y
avisamos a la recepción que si esos locos se volvían a aparecer llamaran a la
policía.
A
la una y media estábamos almorzando en el restaurante de la residencia de la
Simón Bolívar con Roger. Y a esa hora aparecieron los irlandeses y como a cinco
metros hicieron una señal de paz y pedían permiso para acercarse, que
consentimos porque, bueno, ya estábamos a plena luz del día. Además, Roger
certificó que sí estaban en lo que decían que estaban, es decir, en comisión
estatal en su locura joyciana.
Se
sentaron y me explicaron que su insistencia en que yo hablara se debía a que
habían cazado en el red un breve ensayo mío de hace unos siete u ocho años en
el tangencialmente escribía que Ulises era definitivamente la novela más
comentada del siglo pasado y que Joyce debía ser obligatorio en las escuelas
para que la ciudadanía del mundo se educara como personas atormentadas, esto es
a personas preocupadas por generar pensamientos e ideas y en general buscarle
las cinco patas al animal.
Al
acicalar mi ego, y a pesar de que yo no recordaba haber escrito eso pero ni de
casualidad, coño, accedí.
Sin
terminar de comer, mandé por un ejemplar de Ulises en la biblioteca para anotar
algunas citas y robarme algunas frases para piratear decentemente la
conferencia.
“Imponente, el
rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, con una bacía
desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja.
La suave brisa de la mañana hacía flotar con gracia la bata amarilla
desprendida. Levantó el tazón y entonó: “Introibo ad altare Dei”.
No
resultó buena la idea de la lectura, porque aparte de la espuma que asocié a la
cerveza, nada de ese inicio me resultó familiar. Nada. ¿No se supone que a los
lectores deben noquearnos al arrancar una novela?
Sea
cual sea, comprendí que yo nunca tuve siquiera una aproximación a Joyce, y que
por tanto si era verdad que los irlandeses leyeron un análisis mío al respecto,
pues seguro que lo construí plagiando citas, frases, asertos... o quizá nunca
lo escribí, o quizá lo escribió otro que lleva mí mismo nombre.
La
dubitación me revolvió una tragedia personal que arrastro desde mi más tierna
juventud. Cuando me inicié en la universidad lo hice en una carrera por la que
tuve una falsa vocación, cosa que comprendí en el propio primer semestre, así
que el resto del tiempo me lo anduve pensando en cómo cambiar el mundo desde
las letras, desde los libros, desde una idea, de tal modo que deambulaba de
reunión en reunión con los inconformes que enturbiaban la tranquilidad a punta
de bombas molotov en el arco de la universidad. Pero cuando no estábamos en
eso, Juan Torres y aquí el suscrito estábamos inventado charlas, encuentros,
tallares, foros y cuanta vaina literaria, para matar el hastío universitario.
De
suerte que Juan y yo nos pasamos esa época de nuestra vida con algunos libros
en nuestros bolsos, pero sobre todo con El Quijote no en el bolso sino debajo
del brazo, lo que motivó que se sobre nosotros se forjara una fama de jóvenes
cultos, lectores nada menos que de Cervantes. A Juan incluso llegaron a
apodarlo en algunos circuitos El Manco de Lepanto. A Juan la mención lo
arrasaba de orgullo.
En
realidad ni él ni yo llegamos nunca a leer El Quijote, nunca pasamos de la
primera página, y cuando el uno le preguntaba al otro si lo había leído ya, el
otro decía que no, y el uno le decía que entonces préstamelo a ver si este fin
de semana le entro, y el otro lo entregaba, y al cabo de quince días el uno
hacía la misma pregunta y el otro presentaba la misma respuesta y el uno hacía
la misma propuesta de préstamo, hasta la vida nos echó por distintos caminos y
él se quedó con el libro, por lo que tengo la ilusión de que finalmente lo haya
leído. Yo nunca lo hice, hasta ahora lo confieso.
¿Pero
quién podía creer semejante cosa en la universidad, si para colmo Juan y yo nos
la pasábamos ejercitando nuestro rol de incomprendidos con la famosa máxima
quijotesca de que si los perros ladran es porque tenemos razón? Nadie. Nosotros
estábamos conceptualizados como índigos en materia de El Quijote. Situación que
se reforzaba con mis exhibiciones de Cien años de soledad, que sí leí y sobre
la cual me la pasaba haciendo citas e interpretaciones de la vida a partir del
embrujo de García Márquez y puntualmente de la moraleja planteada a través de
las claves de vida de Melquiades. Si yo me había leído Cien años de soledad, no
quepa la menor duda de que hace rato me había leído El Quijote, era la
conclusión atmosférica de mis pares, que tampoco se habían leído la obra magna
del Gabo y esto que sirva para hacer un retrato de la poca probidad intelectual
de la América Latina. Sólo en una América Latina precaria pude ser yo un súper
dotado tan pirata.
Tan
pirata, que en un rato unos irlandeses me quieren ver desempeñándome como un
dios sobre su Dios. Yo no les iba a echar el vainón de fallarles, no había tiempo
de recular, así que le dije a la mía que se sentara a mi lado en el auditorio y
que estableciéramos una especie de conversatorio entre ella y yo, en el que
ella fuera exponiendo la vida y obra de Joyce y su Ulises y yo fuera comentando
a trazos a partir de sus suministros, que sí eran sólido porque sus lecturas
eran robustas. Dicho y hecho.
-Cómo
ustedes bien saben, quienes han tenido la amabilidad de venir a escucharnos,
James Joyce nació el 2 de febrero de 1882 y muere en 1940- inicia la mía, con
una asistencia masiva y silenciosa, lo que me preocupó, pues deduje que el
promedio de edad no eran tan muchacho, que por lo mismo ahí debía haber mucha
gente con tratados sobre Ulises.
-En
1893 una crisis económica hace que tenga que irse a estudiar a una escuela
pobre de los jesuitas, donde desarrolló disciplina y amor por los clásicos-
prosigue
-En
1902 se gradúa en artes (letras) y era muy amigo del dramaturgo noruego Henrik
Ibsen, imagínense, con quien se carteaba- continúa.
-Hay
mucho del drama moderno en Ulises, ¿no?- intervengo yo, con la impostura de
quien quiere hacerse el chistoso. No hay efecto, qué leche.
-A
su mujer, que se llamaba Nora Barnacle y quien era camarera de un hotel, la
conoció en esos menesteres y casó con ella a los pocos años de conocerla.
Probablemente nunca leyó las obras de su marido- pronunció la mía.
-Joyce,
como todos los grandes, faltaba más, sufrió de alcoholismo y las más grandes
penurias económicas. En algún momento debió emplearse como cajero de banco para
sobrevivir- continúa la mía.
-Las
biografías, especialmente una que escribió su hermano, que casi siempre hizo
las veces de mecenas, señalan que Joyce empezó a escribir Ulises en 1915,
aunque hay quienes disienten de ello y aseguran que esa novela bullía en su
mente desde que estaba niño. En todo caso, la primera publicación fue en 1992,
¿no es así? me pregunta a mí, que muevo con la cabeza al mismo tiempo
afirmativa y complacido, como si quisiera emitir un mensaje según el cual me
siento colmado de que la conferencista esté siguiendo al pie de la letra mis
enseñanzas.
-Como
toda novela hito, sufrió los rigores del desprecio y de la censura. Inglaterra
la consideró insulsa y la santurrona sociedad norteamericana se espantó. Así
que fue en París donde Ulises se hizo a la vida. No obstante, luego de que su
autor muriera, la retrasada mental de Estados Unidos se convirtió al fanatismo
joyciano, fanatismo que le es tan propio, dice la mía, y me mira, y yo fabrico
una sonrisa de sobrado, con la que continúo complacido.
-Seguramente
que la censura causó los efectos contrarios y Ulises ha de haber sido la novela
más comentada del siglo XX-, dije a mi vez, recordando que los irlandeses me
habían dicho en el hotel que en mi ensayo yo había afirmado eso.
La
mía empezó a apretar la situación y dijo cosas tales:
-Con
Ulises, Joyce renovó los procedimientos narrativos del siglo XX, y tuvo marcada
influencia sobre Marcel Proust y Thomas Mann- señaló la mía.
-Cualquier
cosa, ¿no?-, intervine yo, para no perderme de la atención del público.
-Todos
los aquí presentes sabemos que Ulises en el relato de 18 horas de la vida del
judío irlandés Leopoldo Bloom del 16 de junio de 1904, y sobre esa fecha se ha
especulado siempre que fue cuando tuvo la primera cita con Norma Barnacle, de
suerte que entonces la quiso homenajear, seguramente. En esas 18 horas del 16
de junio de 1904 se entrecruzan las vidas de tres personajes: Stephen Dedalus,
Buck Mulligan y Haine, todos verticalizados por Leopoldo Bloom, aunque para
muchos críticos la verdadera protagonista de la novela es Molly, trasunto de
Norma”, asegura la mía, y yo empiezo a preocuparme, ya que me pareció que
pisaba el acelerador y se metía a honduras inaccesibles para mi acto, que se
pretendía ventrílocuo.
Mis
alarmas se dispararon cuando la disertación de la mía se fue a la alturas.
-Ulises
es una versión moderna y zahiriente de La Odisea, donde si bien no hay ningún
personaje que se llame Ulises, sí aparecen nombres como Telémaco, Proteo, y
sobre todo Escila y Caribidis, monstruos del Estrecho de Mesina que se tragaban
a los navegantes y barcos.
-La
mención a Shakespeare quizá sea abusiva y esas 18 horas del 16 de junio de 1904
tienen la virtud añadida de que nunca salen de Dublín, ciudad a la que describe
tan meticulosamente, que el propio Joyce dijo una vez que lo había hecho por si
alguna vez desaparecía, ella pudiera ser reconstruida a partir de su relato. La
mirada de Dublín es tan privadísima, que para otro irlandés resultaría difícil
reconocer las mismas referencias- dice la mía, y yo asiento con la cabeza.
-¿Saben
ustedes cuál fue uno de los grandes aportes de Ulises? Que movió los cimientos
narrativos al incorporar la técnica del monólogo interior, que tantos denuestos
la granjeó al principio, pero que después le ganaría también legiones enteras
de seguidores y reconocimientos planetarios. El monólogo interior tiene la
virtud determinante de construir los personajes por lo que ellos dicen, es
decir, no hay que describirlos a la usanza de nuestro indispensable Gabo. En el
caso de Joyce, los personajes dialogan consigo mismo hasta en los sueños, por
lo que siempre se indicó la influencia de Freud en su vida, cosa que nunca
negó-dijo la mía, y yo al mismo tiempo me crucé de brazos en una actitud
corporal con la que quise transmitir la sensación de que la mía estaba
cumpliendo el guión a cabalidad, aunque para mis adentros tejí mi propio
monólogo interior consistente en preguntarte qué coño hacía yo ahí.
Implacable,
la mía se desbordó en virtudes.
-Otro
de los sacudones de Joyce, que en todo caso liquidó el amodorramiento en que
había caído la novela apenas vislumbrando el siglo XX, fue su atrevimiento de
echar de lado la regla de oro de la novelística: rompió con la unidad de
estilo, por lo que saltaba de los poético a lo filosófico y de lo grotesco a lo
escatológico. En su delirante narración empleó todos vocablos y locuciones que
conocía de todos los idiomas que conocía, lo que llevó a muchos críticos a
diagnosticar que el verdadero protagonista de Ulises era el lenguaje-.
Yo
exhibí una risita como celebrando la ocurrencia del verdadero protagonista.
-Ulises
constituyó el estímulo decisivo en las vocaciones de Virginia Wolf y ¡¡¡William
Faulkner!!!”- exclamó la mía, y yo que me activo a la mención de Faulkner,
pensando en que algún comentario encajaría a su propósito.
-Después
de Gustave Flaubert y Henry James la novela pareció entrar en un oscuro
callejón sin salida, pero Ulises la rescató y la renovó- dijo la implacable mi
costilla, quien pidió a la torre de control pista para aterrizar con lo
siguiente, que por cierto nos da la razón a Juan Torres y a mí:
-Son
600 páginas que requieren de una lectura pausada, porque es muy difícil de
entender, de hecho no se entenderá con una, ni con dos, ni con tres
lecturas.... como en los grandes clásicos, tómese para el caso El Quijote,
mucha gente que emprende su lectura se queda en las primeras de cambio y se
conforma con los resúmenes universales.-
-Sepan
también que Joyce siempre fue un apologista del periodista londinense Daniel
Defoe-, dijo la mía, y fue el instante maravilloso que Dios me concedió para
que yo me apoderara del momento y tomara para mí la conferencia en su partecita
cumbre y en su desenlace. Coño, la mención de Defoe fue providencial. Viva
Defoe- dije emocionado en otro monólogo interior.
Defoe
fue un insigne novelista, pero sobretodo fue uno de los grandes periodistas,
cosa que yo sí me sabía al pelo, porque si bien es cierto que a mí la
literatura no se me da bien, y aunque el periodismo tampoco, vamos, yo soy
periodista y a mí siempre me hablaron en las aulas de Defoe como prácticamente
el inventor sino del periodismo sí de algunos de sus géneros. Yo sabía de
Defoe, mejor dicho, yo había oído hablar bastante de Defoe, para más señas el
autor de ese monumento llamando Robinson Crusoe, que para mí es poca cosa
comparado con Viernes, y así lo consigné a la audiencia apenas la mía hizo la
mención del personaje.
Para
recuperar la coherencia de su exposición, lo mismo que decir nuestra
exposición, la mía señaló que por cierto en Ulises están presentes constantes
giros narrativos más propios del periodismo, lo vendría a explicarse por su
fanatismo por Defoe y su Robinson Crusoe, la novela más importante de
Inglaterra de todos los tiempos.
La
mía ya había pedido pista de aterrizaje, bien porque se le estuvieran acabando
los cartuchos, bien porque aquel público estaba como ausente, matando su pasión
expositiva. Yo en cambio sentía que me miraban con una concentración que me
aturdía, en especial un tipo flaquísimo de lentes que en primera fila escuchaba
con atención militante y con los brazos cruzados, así como el arrogante que se
planta predispuesto a no reírse del chiste.
-Total
que James Joyce murió en Zurich en 1941, luego de ser un refugiado de guerra de
la primera guerra mundial- dijo la mía como corolario, pero a pesar del flaco
ceñudo que me miraba punzadamente desde la primera fila yo sentí que todavía
faltaban cosas por decirse y aticé la conversa a instancias de Defoe, al que
usé como conexión hacia una siguiente arista de la que estaba esperanzado
surgiera en los próximos segundos. Y tomé la palabra.
-¿Alguien
aquí podría decir cuál es la trama de Robinson Crusoe?- inquirí yo, con
evidente intención de sofocar a la audiencia y ganar tiempo. Siguieron
inmutables, por lo que hube de incurrir en la pedagogía de contar a Robinson
mientras terminaba de surgir el final de la conferencia.
-Así
como Ulises tiene la peculiaridad de que todo transcurre en Dublín y en apenas
18 horas seguidas, La vida e increíble aventuras de Robinson Crusoe transcurre
en una isla deshabitada durante ¡28 años! ¡Y transcurren en Venezuela!- dije,
emocionado y chouvinista.
La
mía, algo hastiada ya, metió una cuña que se le ocurrió:
-En
Robinson Joyce encontró el molde para denunciar el colonialismo y la pacatería
que tan magníficamente están burlados en Ulises. Si ustedes buscan bien,
hallarán un claro paralelismo de Crusoe a Ulises-, enunció la mía, y por vez
primera hubo murmullos generalizados en el auditorio, más enemistosos que otra
cosa, lo que llevó a la mía a forzar un final:
-Ulises
se quedará para siempre como la novela que fue capaz de concitar la más grande
aclamación universal jamás vista- apostilló, para recuperar la empatía con los
escuchas.
Pero
de súbito, el animalito provocador, camorrero e irritante que habita en mí le
quiso dar una patada a la mesa y no encontró menor manera que el sacrilegio.
-Ciertamente,
una estupenda novela y una de las diez mejores de todos los tiempos. Pero desde
luego que incomparable con Cien años de soledad-.
Agárrate,
negra.
Los
murmullos pasaron también súbitamente a reclamos incluso airados. “Farsante”,
gritó alguien allá por los últimos asientos, mientras la mayoría ya se había
levantado de las sillas en franca actitud hostil, en especial la del flaquísimo
de lentes que se fue acercando a mí, yo creí que para golpearme, pero cuando me
tuvo cerca me alisté para que me espetara algún insultillo. Se me ocurrió
adivinar que me acusaría de hereje, y que me gritaría ¡hereje, hereje, eres un
hereje!
Fallé,
porque me insultó con un desgarrón lexical realmente demodé: ¡Bribón, bribón,
eres un bribón!, me decía casi al lloriqueo, mientras sus pares me fueron rodeando
profiriendo todo tipo de falsetes hacia mi erguida figura, que como suele
ocurrir en estos casos se defendía exhibiendo una sonrisita cínica,
atrevimiento que naturalmente irritó el ánimo del de lentes, que pasó a darme
golpecitos en el pecho tildándome de bribón, bribón, eres un bribón, hasta que
sus golpecitos pasaron a cachetadas que desdibujaron mi risita burlona, puesto
que además se agregaron otros dos señoritos que al bribón conectaron farsante,
farsante, eres un farsante, dándome coscorrones y entonces fueron ellos los que
sacaron a relucir una risita complacida.
El
animalito entonces se radicalizó y me hizo apretar mi puño derecho, que lancé
al aire en línea recta hasta las fosas nasales del flaquísimo, cuyas gafas
volaron por el aire entre el estruendo que eso generó y el chorro de sangre que
le emanó. Como abejas se me fueron encima y yo lanzando patadas y coñazos a
diestra y siniestra, hasta que los irlandeses se hicieron parte y me halaron
hacia los camerinos y con la mía salimos en volandas tratando de ganar la
calle, huyendo de los acusetas.
Estaban
rebosados de risa los irlandeses, el espectáculo los había cautivado, no sólo
porque había habido polémica, sino porque la audiencia había sido estremecida,
si bien no dejaron de reclamar el exceso cometido al final con Cien años de
soledad. Atribuyeron la reacción al hecho de que la audiencia estaba
constituida mayoritariamente por integrantes de una logia joyciana ecuatoriana
que todos los meses de junio viajan a Dublín para intervenir el 16 de ese mes
en el Bloomsday.
Los
irlandeses al hacer esta confesión se partían de la risa, los hijos de puta, y
quisieron compensar el mal momento invitándonos a Dublín para el 16 de junio de
2012. Métanse su Bloomsday por el culo, los despaché.
Esa
noche de domingo me costó conciliar el sueño, porque un ruido perturbaba mi
duermevelas: “Bribón, bribón, eres un bribón”, eco que servía de fondo musical
a una imagen difusa y perseguidora que me trastocaba cuando entraba plenamente
al mundo del inconsciente: dos irlandeses o vietnamitas que me persiguen
sangrantes con un bisturí en lance.
Desperté
a la mía y le conté de la pesadilla. Ella para matar al coco, me contó que la
culpa de todo aquello había sido de ella, pues con Ana María se había llegado
al Mayo 68 previo a mi visita. El bartender regente les contó que los
irlandeses o vietnamitas habían estado en su cueva porque les habían asegurado
que Mao sabría decirles de buenos conferencistas. Los tres urdieron el homenaje
hacerme sentir importante si convencían a los irlandeses de que yo era joyciano
a matar y que mucho ganarían si me reclutaban. Lo demás ya es periódico de
ayer.
En
castigo, desde entonces me dirijo a la mía, quizá para siempre, como Nora
Barnacle.
@douglasbolivar