Nuevamente volvemos
con nuestra sección de RELATOS, La
Pascua, pueblo de extrañas historias propias de Macondo, ahora desde
Notiexpres24. ponemos en sus manos “EL
FUTURO ES UN BAR”, una tragicomedia basada en hechos suscitados en la
otrora años 80, la época de “MARÍA
CASQUITO”, “EL MONSTRUO DEL CEMENTERIO”, “EL DEMONIO DEL HOSPITAL”, “MI
AVENTURA CON HECTOR”, MI
DESPECHO CON LA PUTA “SOLEDAD”, y una hermana “HERMAFRODITA”, acompañaron la historia de “Mañiño”.
Julio Ramos
Por: Douglas Bolívar
Cuando nuestra
generación empezaba por fuerza natural a independizarse del austero y sobrio
cementerio, esto es, a destetarse de la adicción zoofílica que en sus primeros
años duros produjo la noble “María Casquito”, cosa ocurrida por allá lejotes en
1985, en la esquina opuesta de nuestro antaño hotel se supo de un estremecedor
hecho que a su vez desencadenó otros que hasta el sol de hoy engalanan el museo
de la historia secreta de Valle de La Pascua.
Por entonces Mañiño ya calzaba los catorce años, y
todos andábamos en el promedio. Su familia representaba, digamos, eso que se
autodenominaba la pujante clase media: un padre profesor, una madre abogada,
tres ejemplares hijos y una hermosa casa en la que abundaba la comida, por lo
que Mañiño iba al cementerio a darse el lujo de pasar hambre.
Lisbeth era el sueño juvenil de absolutamente todos
en la legión. Vivía con su madre y siete hermanos menores en el barrio. Tenía
diecisiete años y estaba en quinto año de bachillerato. Todos nos hacíamos la
paja en su honor prácticamente cada noche, en el recuerdo que cada tarde nos
dejaba verla voluptuosa jugando volibol en la cancha del liceo insinuándonos
las tetas, transparentadas por la combinación del sudor y el desamparo del
sostén (una magna irreverencia para aquellos retraídos años).
No éramos los únicos embelesados. Quien le enseñaba
matemáticas a Lisbeth desde el cuarto año ya la había iniciado en la educación
sexual desde de que le tocó llevar la materia a reparaciones. Lisbeth era un
contraste tremendo con la abnegada abogada esposa del profesor, dueña a su vez
de un conjunto de adiposidades que complicaban su perfil de 85 kilos
para hacerlo parecer de 120.
Resultó comprensible cuando Mañiño presentó ante
nuestro tribunal su caso de desajustes familiares, propulsados por una madre
que manifestaba sospechas de infidelidad y un padre que ripostaba ofendido
amenazando con irse de la casa. Por insensatos cuadramos solidaridad con el
profe, quien efectivamente una noche no se presentó a su hogar y todos supimos
lo que había ocurrido.
El profesor llevaba gastados 38 años de su vida y
decidió vivir a todo trapo su romance con Lisbeth, a quien junto al resto de su
familia mudó a una mejor casa y a quien llenó de todas las comodidades que una
reina semejante merecía. Despilfarró los ahorros y comprometió deuda que sirvió
para que la todavía adolescente viajara por todo el país el primer diciembre
del idilio.
Después de algunos años, el profe para mí sigue
siendo un héroe (fue mi primer héroe, de hecho), no solamente por haberse
cogido el culo que todos anhelábamos, sino por haber resistido un escándalo
monumental y sostenido, un escándalo que era cotidiano y que le valió un
intento de boicot del ala ultra conservadora de la asociación de padres y
representantes, que solicitó su desincorporación del liceo Gil Fortoul por ser
estandarte de la mala moral. Valle de La Pascua se sumió en aquel apasionado
debate moralista. Las esquinas echaban chispas, la iglesia era un coro de
murmullos, en la plaza Bolívar se formaban espontáneos tribunales que hacían
juicios sumarios. La ciudad halló motivo de entretenimiento y no lo iba a dejar
a diluir sin extraerle toda la sustancia.
La denuncia social en su contra no llegó a decidirse,
porque el profe no dio tiempo. Una noche en la que regresó prematuramente de
San Juan, donde fue llamado a hacer descargos del señalamiento de los padres y
representantes, consiguió a Lisbeth ensartada y sin más vaina le descerrajó un
balazo en la sien a su hembra y otro en el pecho a Chapaleta, como conocíamos
al solitario chamo, ajeno a nuestro circuito y que infundía respetuoso temor
entre nosotros por ser el único al que se le podía probar que fumaba marihuana.
Lógicamente, lo clasificábamos como el malandro, que era una categoría superior
de la rebeldía social, y en tanto por mucho tiempo constituyó un
hito juvenil.
El profesor guardó los dos cuerpos tasajeados en
una nevera durante una semana, tiempo que le sirvió para comprar unos metros de
tierra en el cementerio y mandar a hacer los arreglos respectivos de cerámica
con Aquiles Herrera (arguyó, para amortiguar posibles sospechas, que era un
hombre sumamente previsivo).
Hecho lo cual escribió una carta de despedida a
sus hijos (Mañiño nos llevó la esquela en primicia), otra más o menos cariñosa
a su esposa, una más formal a sus alumnos y una última a la comunidad
vallepascuense en la que se justificaba y decía dónde estaban los cadáveres,
tras lo cual, una noche de lluvia bíblica y relámpagos atemorizantes, se
dirigió al cementerio, descolocó las barras de cerámica –dispuestas de modo
superficial para que en la última morada fuesen selladas con cemento fresco-,
se introdujo en el hueco, se acostó bocarriba y contempló por varios minutos
las estrellas. Volvió a colocar las barras y después, en la más íngrima y
oscura soledad y en medio de un silencio tétrico, se propinó un tiro en el
cielo de la boca.
En la misiva comunitaria explicó lo del auto
entierro y alegó en su defensa que lo hizo porque suponía que su cuerpo no
tendría dolientes que lo echaran en el hoyo y que no quería someter a tales
penurias a sus hermosos hijos.
Esta es la versión más edulcorada que he podido
evocar de aquel mítico hecho pueblerino.
Mañiño, sin embargo, siguió una cadena de
padecimientos a cual más increíble. El más sencillo, calarse por tres meses
todos los días hasta las doce de la noche, cuando la emisora apagaba el
transmisor, al locutor González Campos, que no se cansaba de emitir boletines
informativos de última hora para inventar o delatar algún dato u información
del profe, a quien bautizó con un apodo para los bajos fondos: “El monstruo del
cementerio”. Y es que González había sido narrador de noticias en los mejores
tiempos de Radio Rumbos, de ahí su afición al amarillismo y el sensacionalismo,
con campanita incluida. Lo cierto es que Mañiño comenzó a ser llamado por las
patotas de otros sectores como “El monstrico”.
A su vez, la viuda, cliente de la monserga
dominical, no halló consuelo en la iglesia y se convirtió en una víctima fácil
de un truhán que en aquel año exacto colonizó a Valle de La Pascua.
Era un espécimen barbado, de cabello largo y
larguirucho. Se vestía con batas largas con la obvia estrategia de parecerse a
Jesucristo. Pero era un hombre decidido a triunfar a cualquier riesgo. De
manera que el terreno baldío y enmontado que colindaba con el hospital, fue
tomado por este estafador que montó un acto de magia que tuvo unas derivaciones
que se han venido remontando a todas las generaciones de vallepascuenses, pese
a los esfuerzos por evitarlo.
El caballero les pagó a unas madres para que se
encargaran de repetir por el pueblo que sus hijos habían sido sanados por
Jesucristo, que todos los días ofrecía milagros al lado del hospital.
En una semana aquello parecía el Monte Sinaí. Ríos
de familias bordeando aquel sitio que antes fue una gran laguna. Los domingos
el pueblo se convertía en fantasma, pues todos nos íbamos a donde el Jesucristo
literalmente de picnic.
El salvador se hacía rodear por unos acólitos que
escogían qué enfermo podía acercársele para que el Mesías le colocara la mano
en la cabeza y le echara la bendición. Se supone que muchos desgraciados
salvaron sus vidas o algún entuerto físico. El fin último de este acto de mala
fe era que, ni más faltaba, los visitantes hicieran el diezmo, comportamiento
que empezó a ser fustigado desde el púlpito por el padre Pedro, un belga que
guillado discurseaba a favor de la Teología de la Liberación y quien cada vez
bombardeaba la táctica recaudatoria del estafador del hospital, pues
el clérigo se esmeraba en cuidar las finanzas de la iglesia (algunos años
después fue detenido por la petejota, porque el cura supuestamente era el
cabecilla de un atentado de un plan frustrado de asesinato del presidente
gocho, que no recuerdo por cuál razón iría de visita a Valle de La Pascua).
No hubo de pasar mucho tiempo, apenas seis meses,
para que González Campos se olvidara por completo de “El monstruo del
cementerio” y le metiera el diente a la hemorragia de adolescentes cuyos
abdómenes empezaron a rebelar una peste de embarazos prematuros.
González Campos, entrenado como ya dije en Radio
Rumbos, supo cercar de inmediato los rumores que empezaban a
levantarse y según los cuales Nelly, la mamá de Marina, creía que a lo mejor su
muchachita había sido preñada por el salvador una noche que se la llevó de
emergencia con un asma que no la dejaba respirar y que el caballero como que
curó cuando se encerró como una hora con ella en la carpa que tenía instalada
en el descampado. No. González Campos se pasó la etapa del rumor y de una vez
tituló con su vozarrón que eran cuarenta las muchachitas que habían sido
engendradas por el ahora demonio del hospital, como cordialmente había sido
tildado para la opinión pública por el locutor. Entre las madres prematuras
habría de estar María Eugenia, hermana que seguía cronológicamente a Mañiño.
El sabueso informativo olfateó, desarrolló y
pregonó este dato por toda la comuna. El escándalo originó la huida presurosa
del falso Mesías, temeroso de Fuenteovejuna. La ciudad recuperó entonces la
compostura y hubo un consenso no verbalizado de hacer como que aquella
vergüenza nunca ocurrió. Hubo un pacto silencioso de no mencionar el tema, que
hería las más profundas entrañas de la idiosincrasia vallepascuense. El
argumento no expresado, más bien gestual, puede ser resumido a la siguiente
expresión: qué irán a decir en el país de nosotros, ¿que somos los guevones
campeones del torneo? Qué pena, cómo nos irán a llamar en Caracas.
Mejor hacer pasar aquel capítulo como una pesadilla
de la que no era conveniente hablar para evitar que pasara a siguientes
generaciones y trascendiera a vergonzosa leyenda.
Los hechos, no obstante, dejarían importantes secuelas
que marcaron la vida y el pensamiento de quienes despuntábamos a la existencia
al influjo del cementerio. El rastro más marcado le quedó, cuándo no, a Mañiño,
quien abandonó el liceo (insoportable aguantar ronroneo por lo de su
hermana), y poco después la ciudad (todos los dedos iban en su dirección por
donde quiera que caminara). Si no bastara, a su otra hermanita, Judith, le vino
la primera regla en la escuela y comenzó a pegar gritos desesperados.
La
maestra la revisó y la descubrió como "hermafrodita", y no hubo manera de ponerle
dique al hallazgo. Los vallepascuenses hicieron un cerco moral sobre Judith y
en general sobre la familia de Mañiño, cuya madre profesora no aguantó el
cúmulo de adversidades y una mañana fue encontrada muerta en su cama a
consecuencia de un frasco de estricnina que se tragó. Sobre Judith no hubo ni
una sola pizca de piedad y con humor gracejo la llamaban en su cara “La
monstrica”. Las niñas de su edad le agarraron pánico.
Con una desorientada vida de quince años, una
hermana de trece embarazada por un falso Jesucristo y otra de diez
diagnosticada públicamente hermafrodita, amén de ser huérfano de padre y madre
y sin perspectivas de estudios, Mañiño se encontraba en un oscuro callejón que
por interrogante le ponía como obstáculo el tener que preguntarse cómo hacer
para comer él y sus dos hermanas.
Las madres vecinas –con especial abnegación de
Evalina- no iban a dejar a los tres muchachos a la deriva. Nada le costaba a la
bondadosa Evalina agregar tres platos de comida en su mesa. Pero era una
situación insostenible para Mañiño, quien terminó siendo convencido por su
abuelo materno para que se fuera a trabajar en el campo. Hasta allá irían a
acompañarlo las desgracias.
El abuelo lo encargó de manejar un tractor para
regar el plaguicida que espanta el gusano cogollero del maíz. Uno de esos
animalitos, vaya usted saber cómo, le abrió un nido en una nalga y allí instaló
su residencia.
Los fines de semana yo iba a visitar a Mañiño. Por
ser su mejor amigo me enseñaba la nalga donde tenía el gusano, el cual se
escurría hacia adentro de la carne cuando veía mi cara aproximarse a
auscultarle. Era un gusano juguetón.
Ayudé a Mañiño a tomar la decisión de ir a la
ciudad a hacerse revisar por un médico, quien diagnosticó que si bien parecía
una mariquera, en la nalga había un hueco más o menos que cada día crecía tanto
en diámetro como en profundidad. Le puso un parche con el argumento de que
quizá probando la táctica del ahogamiento el gusano moriría, y que muerto el
perro se acabó la rabia. Por si la jugada fallaba, nos recomendó a un colega
suyo en el hospital de Los Magallanes de Catia, quien podía aplicar una cirugía
menor por precio módico.
Mañiño regresó al campo y solicitó un préstamo a su
tío, quien dijo que daría el dinero si reforzaba la jornada. Por un mes más
Mañiño trabajó de sol a sol.
Un viernes regresó a La Pascua para preparar el
viaje que haría el lunes a Caracas conmigo como escolta.
Pero el sábado la buena suerte de Mañiño iba a
sufrir un nuevo atentado. La noche del viernes lo acompañé a echarnos los palos
en un bar que tenía las santas bolas de llamarse El Futuro (pero que permitía
el ingreso a menores de edad). Entre que en el campo no cogía sino burra y
entre hacerse puros pajazos y entre que aquella noche ninguna dama quiso
hacerle la descarga por su cara de imberbe, fue una víctima fácil de Héctor, el
solidario marico que lo interceptó luego de que, por ahí a las dos de la
mañana, yo me desprendiera de Mañiño para agarrar hacia mi casa en dirección
opuesta a la suya (donde llegaba y salía fugitivamente).
La casa de Mañiño quedaba a media cuadra de la de
Héctor, y para llegar debía pasar por el frente de la del cazador nocturno,
quien como ave rapaz (murciélago) lo cobijó sin pronunciar palabras y
mansamente lo condujo a su alcoba. Qué desgracia.
Héctor no se regía por la exclusividad a nadie. Con
habilidad natural capitalizaba las torpezas juveniles de casi todos en la
transición de “María Casquito” a las muchachas (una transición
difícil y tortuosa). Mientras la patota del barrio procuraba vencer su timidez
grupal y se consumía en los intentos, Héctor hacía las delicias. Al punto de
que, si bien no guardaba pacto de exclusividad, se había permitido el desliz de
darle duplicado de las llaves de su casa a su amante menos socialmente
inescrupuloso, es decir, a quien le importaba un coño que los lenguaraces
apuntalaran sus dardos venenosos contra él: Rubén.
Lo que explica que el sábado, cuando sería cosa de
siete de la mañana, Rubén entrara a lecho y fuera invadido por un doble
sentimiento: el de los celos irrefrenables y asesinos, pero al mismo tiempo de
la carcajada, al descubrir que quien le soplaba el bistec era nada menos que su
pana Mañiño, quien dormido y desnudo retozaba sobre el pecho de Héctor,
exponiendo al aire el parche que ocultaba a su mascota el gusano.
Doble drama. Rubén no solamente enteró al pueblo de
que Mañiño había sido pasado por las armas de Héctor –signo trágico que por
entonces delataba a los perdedores-, sino que también reveló a cuatro esquinas
la existencia del gusano.
Tales desaciertos de opinión pública obligaron a
Mañiño a un repliegue cerrado al campo. Yo iba todos los viernes a saludarlo y
actualizarle las leyendas sobre él tejidas, y me regresaba con la plata que
mandaba para sus hermanas menores, reales que eran administrados por Evalina,
quien llevaba una libreta de anotaciones al estilo de una cuenta de ahorros
para ir debitando lo que diariamente gastaba en la comida de las hermanas de
Mañiño, quienes tenían licencia para hacer retiros directos ante Evalina. El
autoexilio tardó un año.
Al cumplir los dieciséis, convencí al Mañiño para
que la madrugada de un viernes para sábado lo celebráramos a punta de cervezas
en el ahora entrañable El Futuro. El cumpleañero se echó una pea monumental
porque además aquella noche se sintió enamorado de una madame a la que no fue
capaz de mirar de frente. Se llamaba Soledad, y fue la inspiración para que
convirtiéramos en ritual nuestra presencia de viernes para sábado, a cuyo
amanecer Mañiño se regresaba al campo para mantenerse oculto de los moralistas.
Cada semana Mañiño llevaba un obsequio que me hacía
entregarle a Soledad. Pero la niña no era impactada por los detalles materiales.
Ella era puro sentimiento. Por recomendación de Pedro, un gran pana a quien yo
mantenía al detalle de las circunstancias, cambiamos urgentemente de técnica.
Pedro no pudo ser más acertado. Aseguró que lo que
podía funcionar con la dama era una poesía, y se permitió sugerir que nos
dejáramos de pretensiones creativas y tomáramos prestada una de Benedetti.
Hice pasar por mía la idea ante Mañiño, quien
aprobó la iniciativa al vuelo. Así que un viernes me fui temprano al campo a
fin de que antes de incursionar en El Futuro garabateáramos los versos a la
novia platónica de Mañiño. Llevaba la propuesta de que el plagio se concretara
con los versos de Táctica y estrategia, que mi amigo aceptó
encantado, en buena hora, porque aquella vez pudo hollar a Soledad, que no
solamente le hizo variedad de sexo, sino que lo llenó de cariño y ternura.
Empero, a la semana siguiente la magia ya estaba
deshecha y Mañiño rompió en llanto cuando la noche se esfumaba y le indicaba
que debía retornar a su refugio sin el fuego ni los besos de Soledad.
La siguiente vez fue exactamente igual. Soledad ni
siquiera despachó en nuestra mesa. Amén de desgraciado, a temprana edad le
correspondió ser embestido por las fuerzas brutales del despecho.
Superada la etapa más crítica del guayabo, le
plantee que hiciéramos una nueva poesía, ésta lapidaria, para ponerle marca a
aquel desagraciado amor. Pero debía ser de cosecha propia, si bien esto no era
sería verdad, ya que sólo se trataría de una impostura mía, de una puesta en
escena consistente en ir proponiendo palabras y frases en el papel para hacer
como que la inspiración acudía a pedazos. De este laboratorio logré hacer pasar
como propio un plagio a Joaquín Sabina, que también me había sido influido por
Pedro –sabinólogo donde los haya-, quien encontró inequívocamente pertinente
que la cosa se fundamentara en el poema “Que se llama soledad”.
Algunas veces vuelo/y otras veces me
arrastro demasiado a ras del suelo,
algunas madrugadas me desvelo
y ando como un gato en celo
patrullando la ciudad
en busca de una gatita,
a esa hora maldita
en que los bares a punto están de cerrar,
cuando el alma necesita
un cuerpo que acariciar.
Algunas veces vivo/y otras veces la vida se me va
con lo que escribo;
algunas veces busco un adjetivo
inspirado y posesivo
que te arañe el corazón;
luego arrojo mi mensaje,
se lo lleva de equipaje
una botella…, al mar de tu incomprensión.
No quiero hacerte chantaje,
sólo quiero regalarte una canción.
Y algunas veces suelo recostar
mi cabeza en el hombro de la luna
y le hablo de esa amante inoportuna
que se llama soledad.
Algunas veces gano/ y otras veces pongo un circo y
me crecen los enanos;
algunas veces doy con un gusano
en la fruta del manzano
prohibido del padre Adán;
o duermo y dejo la puerta
de mi habitación abierta
por si acaso se te ocurre regresar;
más raro fue aquel verano
que no paró de nevar.
Y algunas veces suelo recostar
mi cabeza en el hombro de la luna
y le hablo de esa amante inoportuna
que se llama soledad
La forma original en que se planteó la formulación
de este poema, trajo una consecuencia histórica: el más grande convencimiento de
Mañiño de que lo habíamos escrito entre los dos.
Entonces, cuando al cabo de algunos años supo de mi
intención de publicar mi poemario Emífero, se empeñó a brazo
partido para que incluyera aquel poema que recordaba y declamaba sílaba a
sílaba.
No tuve tripas para negarme y menos para hacer
confesión del plagio. Así que con el perdón de todo el que quiera sentirse
aludido, vaya la confesión de este pecado en las hojas de Emífero.
Ahora que recuerdo, desde el mismo momento del
trance creativo, Mañiño nunca se sacó de la cartera el papelito en el que tenía
garrapateado el poema “Que se llama soledad”. Se hacía mencionar
como el poeta y a todo el mundo incitaba a esto saludando de la misma manera:
“Qué hubo, poeta, ¿cómo está la familia”?
Tan apasionado con su poética era Mañiño,
que había hecho del conocimiento de sus hermanas y sus amigos que a
la hora de su muerte debía colocarse en su lápida el siguiente obituario: “Aquí
yace Mañino, hijo ejemplar y agradecido de Valle de La Pascua y coautor del
vergatario poema “Que se llama soledad”, el cual lego a mi ciudad natal”. En
Coro, estado Falcón, habría de ser lapidado cinco años después y esa,
obviamente, fue su última desgracia, que yo relataré más adelante con el
lucrativo nombre de “El estrecho de Paraguaná”