Sin duda alguna un peculiar nombre para un movimiento
guerrillero, no tengo duda de haberse enterado las líneas enemigas los compas
hubieran sido la comidilla de momento, (sobretodo por la traducción al español del nombre), para nuestras sección de relatos una
remembranza de historias vividas por nuestro amigo Douglas Bolívar. FOUL. "Julio Ramos".
Douglas Bolívar.
Mi
primo hermano Luis Enrique –alias “mataperico” o “sargento Matute”,
según como discurra la anécdota de ocasión– se enteró de que ando
desenterrando historias del remoto pasado vallepascuense y me llamó para
encarecerme que no esparciera sobre Caracas una que lo relaciona en rol
protagónico y de la que no se siente precisamente ufanado.
Sin
que lo tenga interiorizado, mi pariente es un cronista verbal nato.
Tiene un registro minucioso año a año de los hechos más impactantes de
sus paisanos y de su cuna natal. Es implacable atesorando y
desempolvando (en la mejor oportunidad) expedientes. Pero es enemigo de
que le pongan la manzana en su cabeza. Típico.
Me
finjo desconcertado, ofendido con su solicitud, y mi vehemencia va y lo
tranquiliza. De esa distensión saco provecho e inconscientemente -para
algo soy socratiano- le sustraigo suministros para esclarecer algunos
nudos que yo tenía de ese relato por el que intercede. Completada mi
cirugía de los hechos, miren cómo quedó la reconstrucción histórica:
Circa
1977. A los 17 años el primo Luis Enrique se fue a la guerrilla de El
Bachiller y se adornó con el acomodaticio alias de “Ernesto”. Así
cualquiera, acoto yo aquí, sin pretender atacar la cohesión histórica.
Las
matemáticas le habían arruinado el bachillerato y estuvo sin brújula en
esa etapa en la que se sintió particularmente un paria, porque no
compartía los mismos temas de conversación con sus coetáneos, a su vez
consumidos por el agobio de tener que aprender a resolver las derivadas
de cuarto año (y que nunca aprendieron). Si claudicabas en esa carrera
con obstáculos que te permite obtener el cartón con el que egresas del
liceo, vamos, era que eras un rolitranco de perdedor y ninguna chica se
juntaría con semejante piltrafa. No tenía, por tanto, ni con quién ir al
cine Royal y se contagió de ese sarampión que brota cuando la gente
hace como que a descascararse de la adolescencia: se deprimía
constantemente. Dormía hasta después del mediodía y no salía de la casa
en todo el día. Sus desautorizados biógrafos aseguran que, de ñapa, le
cundió un ataque severo de acné y entonces se postró en la cama
dispuesto a dejarse morir por inacción. Sobre el espejo arrojó una
toalla para no reflejar al adefesio. También puso una hermética cortina
negra para combatir la luminosidad solar y, según concuerdan hasta sus
hermanas, tenía en una lata una colección de grillos para obtener la
sensación de nocturnidad. Se sentía menos que una basura, algo común y
obviamente saludable en alguien cuyo espíritu se proponía -por encima de
la voluntad esquelética- despuntar a la vida con alguna perspectiva
dramática y no con la resignación con la que la mayoría de sus pares
generacionales se atascaba en el camino de la trascendencia.
Meses
después resbaló en el mismo camino el primo segundo Enzo González,
alias “belcebú” o “negro azul”, quien no pudo librarse del campo minado
de las fórmulas químicas. Con toda seriedad y disposición a sostenerla
hasta sus últimas consecuencias, Luis Enrique aducía: “La culpa no es
nuestra, es del sistema”.
Esta
sentencia de “la culpa no es nuestra es del sistema”, de tanto tener
que sujetarse a ella después de ocurrírsele la primera vez, se
transformó en un dogma de vida que lo fue llevando a la consecuencia de
interesarse superfluamente por la política nacional. No se podía
denunciar al sistema alegremente, él lo sabía. Tenía que enterarse
mínimamente de un país cuya atmósfera lo asfixiaba.
Recurrió a su papá, Tarcisio,
un idólatra de Marx y quizá el único que en esa época, cuando se
mondaba (que es la única manera de hacerlo quienquiera que sea), cantaba
“Abelachao” en el trayecto del bar a su casa. Se le presentó la
maravillosa circunstancia de ideologizar concertadamente a su prole y lo
encaminó comenzando por Lenin, con parada en Fidel y el Che y con
destino en la insurgencia venezolana. Luis Enrique y Enzo se
maravillaron al conocer ese mundo (lo que demuestra, digo yo, que no
tuvieron infancia). Quisieron ser guerrilleros tanto para rescatar el
país del secuestro burgués, como instaba el papá, como para saciar sus
ímpetus de bandoleros, que es lo único que se anhela a los 17 años.
Con
el aval y la logística paterna, los primos prepararon sus mochilas y el
primero de enero de 1977 se fueron en procura del cerro El Bachiller
con un croquis garabateado por el papá.
Llegaron
a El Bachiller, no porque lo diga Luis Enrique sino porque lo afirma
tajantemente Enzo, a quien los recuerdos se le hacen difusos y sólo
puede precisar que:
El
contacto del viejo Tarcisio los mantuvo encerrados en una casita rural
quince días en un caserío del valle. Después los presentó ante un grupo
de guerrilleros concentrados en un campamento, donde les asignaron una
litera artesanal. Enzo se granjeó la confianza rápidamente y le fueron
asignadas tareas básicas, como ayudante de cocina y acompañante del
grupo encargado de la guardia, además de limpiabotas, tarea ésta última
que ejercía con una entrega desmedida (sería la cosa vocacional, se me
ocurre). Pero sobre Luis Enrique se ciñó una extraña desconfianza que
impedía que le responsabilizaran de cualquier cosa y que, incluso, le
negasen la posibilidad de hacer las marchas periféricas de
reconocimiento que Enzo sí cumplía.
A Enzo lo
bautizaron con el alias de Mascalacachimba. En cambio hubo un mutismo
cerrado cuando Luis Enrique salió a proponer que lo llamasen “Ernesto”.
Había
llegado con un traje camuflado impecable: al talle y dobladito hasta en
el ruedo. Unas botas puliditas y que retocaba todas las mañanas.
Exhibía una barba a lo Che Guevara, lo propio que una boina. Con un
peinecito negro de esos de antes que los galanes guardaban en sus
bolsillos traseros, se acicalaba la melena a cada rato (era su
religión). Mientras los demás cumplían con el orden cerrado, Luis
Enrique hacía flexiones al lado de la litera. Enzo fue nombrado como su
responsable y se encargaba de mitigarle la ansiedad por la falta de
actividad en alguno de los pelotones. Al mes Enzo recibió la instrucción
de dar la baja a Luis Enrique. En solidaridad abandonó también las
filas y dos días después estaban en La Pascua con unos cuentos más
fantasiosos que los de Julio Verne, siempre con ellos en roles
estelares, todas en torno al eje de que todos los guerrilleros se habían
ido a Cuba a realizar entrenamientos y que el campamento había sido
desmantelado y ellos regresados al pueblo a seguir instruyéndose en la
ideología marxista y hacer la lucha urbana. Fabularon todo cuanto hizo
necesario y, a decir verdad (la palabra de Enzo vaya adelante), la
travesía les hizo colonizar unos cuantos corazones de nenas ávidas de
cosas sensacionales.
Sólo que a Tarcisio no le satisfizo el fracaso revolucionario, acaso porque la derrota también lo implicaba en sus labores de mánager
clandestino de la insurgencia. Si ya en el PCV local era motivo de
guasa por la docilidad marital a la que se sometía, qué esperar de
cuando se regaran los resultados desalentadores logrados por la
representación local.
Inmediatamente
se dispuso a entrenar discursivamente a Luis Enrique y Enzo para
cohesionar una misma versión, hecho lo cual les tomó juramento como
integrantes fundacionales del Frente Insurrecional “Emilio Arévalo
Cedeño”, guerrillero vallepascuense e hijo ilustre de la ciudad que
anduvo siempre cuadrándole la arepa al pobre Juan Vicente Gómez.
En
la calle Real, entre Atarraya y Retumbo, donde se mienta que nació
Cedeño, y que para los finales de los 70 ya era un terreno baldío al que
sólo le quedaban las paredes poligonales, fue habilitado como
campamento guerrillero donde Luis Enrique y Enzo pasaban todo el día. Si
por alguna circunstancia aparecían en sus casas en procura de
bastimento recién hecho, Tarcisio los llevaba al patio y allí los
reprimía y les hacía una mochila con paquetes de frijol que debían comer
sancochados y sólo adobados con sal, y unas latas de sardinas que
debían destapar con un puñal y comer directamente. El camino es largo y
difícil, pero es el camino, les aupaba.
Una
de las primeras funciones que ordenó Tarcisio desde el anonimato fue
darle un carácter semi independiente al movimiento, si bien circunscrito
a las jefaturas de los camaradas que sostenían la lucha nacional.
Luis
Enrique y Enzo pasaron muchas horas poniéndose de acuerdo con un nombre
y finalmente alcanzaron el consenso con un garabato muy digno de ellos
(los juveniles): Fuerzas Oprimidas Unidas de Liberación (FOUL).
Todo porque a la hora de diagnosticar el estado de cosas, no se sacaban la palabrita opresión para dibujar a Venezuela, la patria de Bolívar por la cual se iniciaba una cruzada para… en fin, sigamos.
Con
un fusil de carpintería –mientras a míster Tarcisio le hacían llegar el
armamento verdadero desde alguna parte montañosa del país-, la
vanguardia fundacional de FOUL se entrenaba cotidianamente.
El
mánager les repetía casi como un himno que Alfredo Maneiro siempre
decía que las dos principales virtudes de un guerrillero eran saber
manejar el fusil y una imprenta.
Con
el fusil ahí iban, apuntando por una mirilla e imaginando que
destrozaban la diana; con la imprenta, se las arreglaban con un esténcil
de la escuela donde trabajaba la mamá de Luis Enrique, quien todos los
viernes en la noche reproducía clandestinamente diez copias de una hoja
tamaño carta donde los muchachos escribían sus proclamas, que eran
circuladas el lunes siguiente en los liceos y que, al principio,
causaron conmoción.
La
misión más cuesta arriba se presentó cuando se propusieron componer el
himno, porque no tenían talento para la poesía y ni siquiera para la
copla. Tarcisio resolvió el capítulo él mismo (Enzo alega no recordar la letra, vamos a creerle).
Hubo
después un retroceso por una imprudencia de Enzo que estuvo a punto de
estropear todos los planes de rescate del país: se presentó en el
campamento con un aspirante al que, para este caso, sólo se denominará
con el alias: “Maltaconleche”.
En
presencia de “Maltaconleche”, Enzo debió pagar la penitencia de dar
cinco vueltas al campamento en saltadillas de rana para resarcir la
imprudencia.
Para
ponerle una prueba de fuego sin siquiera tomarle juramento, a
“Maltaconleche” se le asignó una misión de electroshock: el domingo
siguiente, después de los depósitos respectivos, debía asaltar el banco
de la iglesia.
Así
lo hizo: a las diez de la mañana insurgió disfrazado con una careta de
gorila y un traje del Avispón Verde y arrebató al monaguillo la perolita
de las monedas y arrancó a correr hasta irse perdiendo entre solares y a
través de ellos aterrizar en el campamento. Con esta intrépida acción,
“Maltaconleche” no sólo conquistó la membresía, sino un ascenso directo a
comandante y con mando de tropa, sobre el mismo Enzo.
Alentados
por la efectividad de la operación, y en concordancia con las
directrices de don Tarcisio, quien mantenía el inconfesable deseo de
optimizar las finanzas de modo exponencial que le permitiese remitir a
El Bachiller sacos de billetes y así granjearse prestigio entre los
camaradas de su época (a los que suponía en la cúspide de las cadenas de
mando), empezaron a planear un asalto bancario de alto impacto,
escoltado por un chopo que Tarcisio mantenía a resguardo debajo del
colchón marital.
El
frente “Emilio Arévalo Cedeño” en pleno participaría en la acción,
todos camuflados en disfraces inspirados en las comiqueas. El golpe fue
acordado para un viernes de quincena a diez minutos antes del cierre del
Banco Unión. La estrategia perfecta. Si a esa misma edad Fidel hubiera
tenido tanta perspicacia, qué no sería de este continente y el mundo.
“Maltaconleche”
prorrumpió hacia la zona de los cajeros y cantó el quieto, mientras que
Enzo –en esta ocasión disfrazado de viejita- le seguía con dos bolsas
negras para esconder los fajos. En la entrada Luis Enrique llevaba la
tarea de neutralizar al vigilante, escondido detrás de un disfraz de
oso. “Poeta, quédese tranquilo que esos reales no son suyos, son del
pueblo”, le advirtió al guachimán.
La
respuesta lo paralizó: “Coño, sobrino, deje la verga que me va a hacer
botar y apenas tengo una semana trabajando”. Semejante sorpresa no podía
menor que arruinar el plan, cuando no ocasionar una tragedia, como en
efecto, porque Luis Enrique se recuperó de la conmoción y lanzó un grito
procurando deformar la voz: ¡Al suelo!
Volteó
un instante a supervisar los movimientos de la tropa y al enderezar la
mirada perdió la conciencia y sobre lo acontecido sólo es posible su
reconstrucción por medio de Enzo, que se descubrió el rostro y, muerto
de llanto, comenzó a implorar que lo que estaban era echando vaina.
Creyendo que su comandante había sido abatido, parece que se mió. En
realidad Luis Enrique estuvo a salvo siempre: su tío le había echado un
plomazo preventivo en la pata de la oreja y se desplomó. Quedó sordo
para siempre del oído izquierdo y también quedó tatuado para la
eternidad con el rastro de la bala (le cortó un pedazo de oreja): el
pueblo lo honró con el alias anhelado: “Ernesto”, pero con un apellido:
“Ernesto el tarado”.
El
descalabro produjo el recogimiento de Tarcisio. Enzo fue llevado por su
padre al conuco para que desde allí se forjara un futuro.
“Maltaconleche” fue “expueblado” por su familia y sólo quedó alias
“Ernesto”, reducido por la burla popular pero persistente en las cenizas
de la lucha, porque no colgó los hábitos ni mucho menos los
entrenamientos, sino que por el contrario se estableció por completo en
el campamento (consecuencia del delirio que produce la derrota).
Había
perdido una batalla, y sin bien la guerra lucía inviable para el
triunfo, mientras hubiera mínimas fuerzas había esperanzas, mismas que
se deshicieron por completo cierta tarde en que alias “Ernesto”
regresaba al campamento con la mochila de frijoles y en el campamento
encontró a un proletario sobre un tractor con el que planeaba el terreno
sobre el que se erigió una quinta de la oligarquía municipal que
enterró para siempre jamás esta penosa e insignificante (al mismo tiempo
heroica) historia de la lucha armada en Valle de La Pascua.