Hemos sacado del baúl
de los recuerdos para nuestras sección de relatos una remembranza de historias
vividas por nuestro amigo Douglas Bolívar, (por cierto que está perdido),
esperamos no tener una demanda.
Del Blogpost Sub Comandante
Bolívar, le colocamos para su disfrute, un relato que retrae épocas vividas por
personajes quizás conocidos. A quien no le trae recuerdos el Cine Manapíre. Espero
sea de su agrado.
No
me sentí cómodo entre la multitud que pujaba por ingresar al
recinto que regenta nuestra destacada Conferencia Episcopal. La mente
(de la que no he sido un buen padre y por tanto me ha salido un poco
descarriada) se sujetó arrebatadamente de un recuerdo que le
sobrevino acto seguido de un deja vu desatado
por la aparición en la puerta de la Santa Teresa del sacristán:
igualito en físico, gestos y actitud a Aquilito -diminitivo de
Aquiles-, a quien el párroco de Valle de La Pascua supo seducir para
que entendiera que no tenía futuro en el bachillerato y para que,
asumido los designios del creador, terminara encargándose de la
conserjería de la catedral vallepascuense, en plena plaza Bolívar,
como corresponde. Corrían las postrimerías de los infaustos años
ochenta.
En
Valle de La Pascua operaban tres salas de cine de las que ya he
hablado anteriormente: Morichal y Manapire, que se disputaban el
rating a semejanza de aquellos dos mohosos canales comerciales, y el
Royal, que estaba proscrito para los liceístas. Hasta que dejó de
estarlo y mundo nos cambió
para siempre, hasta el final de nuestros días.
La
juventud que se levantaba no hacía otra cosa que abarrotar las
taquillas de los dos primeros procurando una entrada para algún
estreno, que así se le denominaba a las filmes todos desgastados que
llegaban al pueblo. Era hábito que todos pasáramos por el frente y
viéramos la cartelera con los anuncios y llegábamos al barrio
reportando novedades. Se tenía como un hecho importante que nadie te
sorprendiera con los títulos nuevos: todo el mundo procuraba estar
estrictamente informado de cuanto aconteciera en las tres salas. ¿De
qué año es Kárate Kid?
Hacerse
de una entrada no era cosa sencilla, por las dos razones previsibles:
la cola (las entradas se vendían una hora antes de cada función) y
porque en aquel país no eran tan simple disponer de las monedas que
costaba una recreación por entonces lujo de primer orden.
No
era el caso de la muchachada que tenía nido entre las calles Paraíso
y 19 de Abril: uno de la
membresía tenía una tía
llamada Pilar, guapa y joven y desafortunada en el amor, quien ligó
con el propietario del Morichal, un septuagenario amargado y avaro.
Inmediatamente se instaló en
la taquilla del cine y la puerta quedó franca para nosotros, a una
seña de ella al recolector de los tickets, que uno debía introducir
en una cajita de madera en la antesala de la sala. Todavía es motivo
de chanza el hecho de que una noche varios de quienes acudían por
primera vez frente a la pantalla grande ¡nos quedáramos dormidos!
Coño, qué vergüenza. Siglos
de mamadera de gallo.
Por
este método de señas al portero sólo podían ingresar dos, como
mucho tres. Al poco tiempo Pilar se las ingenió para incrementar la
disponibilidad: quienes en la mañana se presentaran a barrer la
sala, esa noche quedaban exonerados de pago. Comenzó así nuestra
epopeya, precursora de algo que en
el mundo y unos poquitos años
después se conoció como
Cinema Paradiso (una
de las mejores tres películas en el planeta Tierra).
Después
de limpiar la sala y abastecernos de los chíclets de cajitas
cuadriculadas que los cinéfilos arrojaban por todo aquello,
husmeábamos detrás de la pantalla y en cada recoveco, pero ninguna
atracción tan demencial como la del lugar del proyector, atrás,
desde donde el señor Rito disparaba una luz que chocaba contra la
enorme pared que daba vida a los personajes. Lugar lleno de magia y
ajeno a la ruindad que cada noche la audiencia le prodigaba cada
tanto por tanto cuando se atascaba el rollo o fallaba el audio.
El
nudo dramático de este relato, lo que en cinematografía sería el
punto de quiebre del guión, se presentó cuando Enzo (quien
estelarizó casi todas las historias importantes de Valle de La
Pascua de aquellos ochenta) decidió unilateralmente hurtar lo que
después supo solo era el primer rollo de una película que él pensó
que podía ver en una pared de su casa con solo poner allí una
sábana blanca. Metió el pesado carreto en una bolsa de basura y así
se la llevó limpiamente.
Adujo
ante el grupo, que lo tachó de ignorante, que él pensaba que a
medida que la cinta iba siendo jalada manualmente
y al pasar frente lo que
llamó el obturador del carreto, la imagen sería proyectada. Tenía
una mente febril y era ágil inventando
argumentos sorprendentes. Quería
deslumbrar a sus pares con una función privadísima nada menos que
de “El
maestro borrachón”. Fueron
suyas dos lecciones que para la eternidad quedaron en el ambiente
vallespacuense. La primera: El cine no puede ser tan difícil. Una
frase elemental, pero profundamente transgresora de una mentalidad
rural que asemejaba una película al mismo hecho de que el Hombre
hubiera acampado sobre la redondez de la Luna.
“A
quién van a engañar con esa mierda. Una película son solo 130 mil
fotos”. La expresión retumbó por años. Fue como el hielo en
Macondo. De modo que era un truco fotográfico. No hay arte en
esa mierda, redondeó Enzo,
en la continuidad de su
histórica justificación. Muchos
años después supimos que había sido un fusil de Reader's
Digest, que su padre coleccionaba,
El
robo no fue descubierto, pero las nuevas generaciones quedaron
privadas de apreciar los sacrificios de Jackie Chan. No era una
nimiedad.
De
aquel carreto brotó la magia. Cuestión de un año después.
Borola (siempre desplegado en el liceo intentando ligar aunque sin
mucho éxito), agarró el carrete y en el taller de su papá le
construyó un trípode. Luego le construyó un gran
cascarón de plástico y le
dejó una rendija por la parte frontal de la que dejaba colgar la
punta del rollo. Con ese juguetico se dejaba caer por el liceo,
pensando que las nenas le caerían encima como moscas. Algo falló en
sus cálculos, creo que fue que nadie entendió las bondades de
aquella máquina que daba acceso al séptimo arte, que
nadie supo a qué concepto se refería. O mejor dicho: nadie supo
nunca cuáles eran los otros seis.
El
papá le Borola le completó la idea: la construyó un riel de
aproximadamente diez metros con nudos de
enlace cada dos metros, para
que pudiera doblarlo (direccionarlo) según el desplazamiento
de los actores y actrices en
la escena. A las patas del
trípode les hizo unos patines para que deslizara sobre el riel a
gusto del camarógrafo (pasadito
un tiempo la industria fílmica estadounidense acogió este método
para hacer más creíble los desplazamientos de los actores).
Un
diciembre estuvo listo el riel y yo debía encargarme de un libreto a
libre imaginación que durara unos cinco minutos, con tres
o cuatro tomas. Me
tardé algunos meses porque andaba
empecinado en quebrarle el
hueso a una flaca y no tenía mente para más nada.
Cuando
la Semana Santa de ese año se puso en la esquina, pude al fin
pergeñar unas líneas chimbas.
Tracé
algo elemental: Jesús de Nazareth reprimiendo a los mercaderes del
templo. Saqué unas frases
bíblicas y las puse en su boca de
Larry, encarnando al hijo de Dios.
A su lado aparecía una innominada mujer calzada de su brazo
(Dalila).
Ambos con vestimenta a la usanza de Belén. En el ágora una
muchedumbre compuesta por unos veinte liceístas de
extras magullaban frases. Un
texto flojo y hasta incoherente, a consecuencia del apremio. Borola
decidió la locación razonando de la siguiente manera: jueves
y viernes
santos la catedral es invadida por las nenas de la oligarquía
municipal, a las que no se tenía acceso porque estaban confinadas en
el liceo de monjas, que era privado. Esta era la única oportunidad
del año de arañarles el corazón
y rasparlas.
Todo
fue ensayado atropelladamente, pero no importaba, lo crucial era el
performance de Borola. Todo debía ser ejecutado en pocos minutos el
jueves y replegarse enseguida para que otros infiltrados en la
multitud recabaran impresiones.
Los
muchachos colocaron el riel y
sobre el trípode con el cascarón,
causando asombro y
perplejidad en las doñas. Los actores entraron a escena y su hermana
asistente colocó la silla de Borola y cuando apareció con lentes de
sol para una noche oscura, ella le entregó el megáfono e
inmediatamente él grito con
todas fuerzas: ¡Corten!
Rectificó enseguida: ¡Acción! Curtío
se encargó de desplazar por el riel la falsa cámara. Ni tan falsa.
Transcurrió
la escena, que por presurosas circunstancias debió ser una sola
toma, dijo corte el director, el personal obrero retiró el riel, se
desplazaron los actores hacia el otro extremo de la plaza, se esfumó
el director y aquello quedó tan conmocionado como si le acabase de
caer encima una bomba atómica, reportaron los espías.
&&&
Terminó
la Semana Santa de aquel año y no hubo nueces. No las esperadas.
Como toda iniciativa a la que previamente no se le comprueba la
viabilidad, a idea de Borola se le espicharon los cauchos apenas en
su primera prueba.
Es
decir, las nenas inaccesibles ni se inmutaron, por tanto el
experimento fue declarado fallido transcurrida una semana.
En
una reunión en casa de Curtío, nuestro camarógrafo comentó
inocentemente que en el liceo se le habían acercado dos o tres
plebeyas preguntando desinteresadamente cómo era eso de que Borola
andaba firmando una película. Borola escuchó el comentario y el
resorte de su sentido de oportunidad se activó inmediatamente.
Entendió
que la acción comando en realidad tenía otro público objetivo. Ahí
estuvo el error. Quienes ansiaban el estrellato eran las plebeyas,
apenas acostumbradas, como acontecimiento supremo de sus vidas, a
suspirar bien por Terry o por Anthony, o alguno de los del montón de
novios que tuvo Candy Candy.
A
partir de entonces, cada fin de semana el equipo de producción se
trasladó a algún barrio previamente seleccionado según un
parámetro único: que alguna muchacha del liceo, de la que alguien
estuviera pendiente de reventarla en la goma, viviera por allí.
En
estas oportunidades no había la premura de Semana Santa, así que
cada quien iba llegando con retraso y cuando de último aparecía
Borola (Carlos es su verdadera identidad), ya todas las casas estaban
asomadas expectantes del grito de ¡corten! Después de aquellos
episodios, ya no se le conoció como Borola sino como “¡Corten!”.
Contábamos
con cinco libretos que alternábamos. Borola me había dado
instrucciones de que acudiera al Morichal y Manapire un fin de semana
y que, cual reportero, tomase nota exacta de alguna escena para
plagiar esencialmente los diálogos. Así lo hice y así fue. El
vestuario y las locaciones siempre fueron libérrrimos.
“Te
quiero en mi película”. Después de que el breve jolgorio acababa,
el riel y la cámara eran inmediatamente trasladados a la casa de
Borola, quien se quedaba en alguna esquina del barrio y a las
plebeyas que iban dejándose caer las emplazaba para que se fueran
haciendo la idea de que serían las protagonistas del film. Desde
luego, con esta argucia las horizontalizó a casi todas, quedando
para los mortales simples el repele.
Para
las escenificaciones -la palabra define en su dimensión más exacta
este asunto- en los barrios Larry no estuvo dispuesto porque prefería
irse a la laguna a la búsqueda del bagre perdido. En su casa siempre
había un pasapalo de guabina.
Entonces
aparece en los créditos de esta historia la figura de Aquilito,
quien instigó a este relancino relato.
Aquella
vez del debut de Borola frente a la iglesia, Aquilito salió a
recoger los vidrios y llevó un reporte exacto ante el padre Olinto,
quien lo había instruido para que levantara una versión de la
polvareda. Fue magnánimo, por supuesto, a sabiendas de que un
reporte más fidedigno habría significado que Olinto abriera un
teatro de operaciones contra nosotros, que ya estábamos en la mira
de su rifle, puesto que no acudíamos al recinto, como no fuera para
entrar, auscultar a la redonda y girar sobre los talones
inmediatamente para en las afueras acechar.
Aquilito,
pues, asumió su rol en reemplazo de Larry y trastocó todo, porque
no se sujetaba a las líneas que yo fusilaba sino que improvisaba,
una suerte de orígenes de lo que en estos años ha sido conocido
como stand comedy.
Las
escenas empezaron a atraer a otro tipo de público: las madres y
representantes del público objetivo, quienes se asomaban a celebrar
a carcajada batiente los buenos chistes que Aquilito improvisaba. El
éxito en la pantalla grande produjo algunos descuidos en sus
obligaciones como sacristán y ahí surgió la figura de Olinto,
quien incluso en una misa dominical lanzó improperios contra el
séptimo arte local.
Todo
esta atención de la chismografía de los barrios y de la prensa
celestial hicieron de Aquilito una auténtica celebridad: por donde
pasaba se desgranaban rumores: ahí va el muchacho que hizo la
película del pueblo. La iglesia quedó a un paso de perder a su
mejor prospecto a consecuencia de una travesura que comenzó con
fines sexuales.
Aquilito
tenía trece años y estaba lejos de tener paso franco al cine Royal.
Como todo el mundo se lo preguntaba a él, nos pidió a Borola y a mí
que le dijéramos qué nombre tenía la película para él decirlo en
la calle. Deliberamos un momento y colocamos uno sinceramente tonto:
“Aventuras en Semana Santa”.
A
su vez, las plebeyas empezaron a exigirle a Aquilito y él a nosotros
una fecha para que la película del pueblo fuera pasada en el
Morichal o el Manapire. Borola lo sentó y le explicó que una
película era algo muy complicado que llevaba varios años. Lo
remitió con Enzo, para que le echara el cuento de las 130 mil
fotografías por cada filme. Quedó convencido del proceso farragoso
porque, rápido de mente, repetía el argumento por donde quiera que
iba.
Y
presentó por ausencia su renuncia a la iglesia. Se interesó
desmedidamente por el cine, pero era poco lo que podía hacer porque
estaba lejos de la clasificación C y Pilar no se atrevía a mandar
una seña al portero.
Quedó
impedido y debió conformarse con escuchar los relatos que de cada
película hacían los mayores que él. Después de cada función se
formaba un tumulto en la esquina de la Paraíso con 19 de Abril donde
el grupo echaba el cuento de la película y relataba algún
entresijo, si era el caso de que hubiera habido algún misterio o
caso resuelto.
Aquilito,
sin embargo, trascendió al grupo en su fascinación por el cine: al
cabo de varias semanas ya no supimos de él. No apareció por la
esquina ni se interesó en pedir reenganche en la iglesia.
Como
al mes y medio tuvimos noticias porque su madre Evangelina se acercó
una noche a la esquina a preguntar si sabíamos de algo malo que le
pudiera haber pasado a su hijo, que ella pensaba que estaba poseído
por el demonio y eso seguramente era castigo divino por haber dejado
de prestar servicio al lado del padre Olinto.
Una
comisión de dos se encargó de pesquisar el caso y en pocos días
presentó conclusiones en la esquina: los gemidos de Aquilito no eran
diabólicos sino de placer. Uno de los investigadores, con la venia
de Evangelina, se había metido en la habitación de Aqulito a
esperar que regresara a las 8pm, como casi siempre. Ahí descubrió
que el adolescente en realidad estaba despuntando a los placeres
carnales con su propia ayuda.
Metódicamente
regresaba a su casa y habitación a las 8pm casi todas las noches. A
fuerza de chantaje, confesó a la comisión que se las había
ingeniado para a través de una casa vecina ingresar al Royal en
función de las 6pm. Cada vez que se apagaban las luces, se
introducía por el techo del baño del cine y lo contemplaba todo.
Había aprendido a calcular los finales y se retiraba furtivamente y
se iba lentamente a casa a luchar con sus demonios internos.
El
caso fue presentado en la esquina con lujo de detalles y todos
quedaron desconcertados, porque semejante audacia no le había
ocurrido a nadie. Solo a Aquilito, una vez que fue arrebatado por la
magia del cine.
El
grupo tomó las precauciones respectivas: la noche siguiente fue
detrás de Aquilito y fue la primera vez que muchos de ellos
(excepción de Borola y tres o cuatro lugartenientes) observaban por
primera a una mujer completamente desnuda.
Y
la excursión cinematográfica quedó en los anales de la ciudad
porque Ismael, quien no había debutado en estas lides a confesión
propia, no supo guardar el silencio que la situación imponía:
cuando una de las actrices terminó de bajarse la pantaleta que
cadenciosamente había empezado a hacer, Ismael empezó a llorar a
moco tendido y toda la patota se dispersó y los mayores de 18 años
se desconcentraron. Al acercarse uno de los acomodadores y poner su
linterna sobre Ismael, lo descubrió fajado. Todo lo demás puede
inferirse por el contexto de esta historia que termina con algo de
luz, pero que transcurrió a blanco y negro.