Escrito por Ricardo Orozco
Toda
movilización popular posee un potencial de cambio político y social que
se percibe tras alcanzar sus objetivos, antes de institucionalizarse en
el Estado.
Desconocer tal capacidad disruptiva, propia de la
colectivización de demandas y reivindicaciones históricas, es un
despropósito que simplemente lleva a afirmar que, en el terreno de lo
social, en general; y de lo político, en particular; los actos concretos
de los individuos no tienen mayor trascendencia frente al
funcionamiento de esas grandes estructuras de poder desde las cuales una
suerte de lógica inercial determina los destinos de una comunidad
nacional.
Colocar en su justa dimensión el potencial y la trascendencia de la
organización social colectiva para transformar sus propias condiciones
de existencia, no obstante, no debe conducir al desconocimiento o a la
negación de que, cuando se trata justo de los actores que ejercen el
poder del Estado y de su andamiaje gubernamental, las apuestas políticas
en disputa nunca operan abstraídas, al margen o más allá de
negociaciones y repartos de ese ejercicio de poder; menos aún, cuando se
trata de una transición entre lógicas de operación cuyos beneficiarios,
en el mejor de los casos, son divergentes; en el peor, antagónicos.
En el momento presente, captar las finuras de esa relación tan
conflictiva es necesario para comprender, en torno del triunfo electoral
de la Coalición Juntos Haremos Historia, que si bien es cierto
que éste se encuentra anclado en un profundo descontento con un régimen
de poco más de un siglo de vigencia, y en una aún mayor aspiración al
cambio político nacional; dicha victoria se debe, en gran medida, a las
negociaciones que se lograron concretar entre las apuestas electorales
en cuestión.
La candidatura de López Obrador y su plataforma de gobierno, en ese
sentido, encuentra las raíces de su vitoria en la concientización y la
movilización de las bases sociales que lo apoyaron y lo sustentaron en
un recorrido transexenal, de poco más de tres sexenios de duración. Sin
embargo, la culminación de esa larga travesía no es autárquica, y
conocer el costo y la magnitud de las concertacesiones
alcanzadas, entre los intereses aglutinados dentro de la coalición y los
intereses que históricamente se le opusieron —al punto de bloquearle
dos contiendas presidenciales en los últimos doce años—, es una
necesidad a la que está obligada a llevar a cabo la ciudadanía, con el
fin de saber cuáles serán los obstáculos que se le presentarán en el
futuro inmediato.
Que la apuesta política de López Obrador se desplazó de un extremo de
la izquierda ideológica a un centro de mayor concertación con los
sectores conservadores y liberales de la derecha es un hecho; y uno que
en particular no debe dejar de ser observado como la clara muestra de
que el régimen imperante —de políticos y empresarios anquilosados en el
oficialismo del priísmo, del panismo y del perredismo, con sus
respectivas rémoras—, aunque objeto de un agudo desgaste, un amplio
descredito y un hondo desprecio popular, conservó la fuerza necesaria
como para moderar el posicionamiento del candidato y de su plataforma
electoral.
Entre la noche del primero de julio y la madrugada del día siguiente,
después de que el mismo andamiaje institucional que los dos sexenios
anteriores se embarcó en la tarea de hacer de López Obrador un peligro
para México,éste salió a reconocer el triunfo de la Coalición, el
candidato de ésta ofreció un primer discurso en el que su punto de
partida estuvo marcado por el empleo de un lenguaje que evocaba mucho a
algunos de los espacios comunes de la tecnocracia aún hoy gobernante en
el país. Las aclaraciones sobre el posicionamiento del presidente electo
en torno del funcionamiento liberal del mercado, por ejemplo, dominaron
las afirmaciones iniciales, en una tónica que claramente tenía el
objetivo de refrendar la palabra del candidato en torno del cumplimiento
de esos acuerdos que lo llevaron a desarrollar una propuesta más
centrista, programáticamente menos ortodoxa e ideológicamente más
ambivalente y difusa —menos explícita e intransigente, quizá.
Y lo cierto es que ello no era para sorprenderse. Hacer explícita a
su oposición que, luego de haber ganado la contienda, la investidura
presidencial no llevaría al candidato y a su proyecto a retomar las
riendas de las reivindicaciones sociales que en las dos contiendas
federales anteriores fueron sus banderas de lucha social propias, era
una exigencia de primer orden para asegurar, por lo menos, que el
periodo de la transición se efectuará sin sobre saltos; y enseguida, que
al tomar posesión del cargo no se enfrentará con un escenario por
completo adverso, que lo lleve a la inmovilidad. No es azaroso ni
casual, por ello, que los primeros reconocimientos que hiciera el
candidato tuvieran que ver con el empresariado, con la autonomía
institucional en política monetaria, con la disciplina fiscal —mantra
del neoliberalismo de corte priísta y panista, aunque en los hechos no
pasara del discurso— y con la continuidad de los acuerdos de libre
comercio a nivel internacional.
Hay que ser claros, por ello, con la trascendencia de la naturaleza
de esa negociación: y es que si bien es cierto que en ella se encuentra
el germen de la derechización, de la moderación o el matiz conservador
del proyecto de López Obrador, también lo es que, en términos delos
márgenes de acción política y económica que tendrá el próximo gobierno,
ese era un requisito indispensable de cumplir para que el sexenio no
llegue a encontrarse en una posición similar a la de Venezuela.
Y es que, contrario a ese espacio común que hoy domina el discurso de
los politólogos y las plumas de la comentocracia adversas a López
Obrador, la condición de Venezuela y el posible escenario de un México
en similar situación no se debe —por lo menos no por completo— a la pura
acción u omisión de la administración en funciones, sino que, por lo
contrario, tiene más que ver con el deliberado bloqueo y anestesamiento
que la oposición despliega para propiciar el cambio de Gobierno —y ello
es válido tanto para la oposición local como para la injerencia
extranjera.
Por eso, en esta línea de ideas, la batalla más importante que tiene
que dar el sexenio no fue el triunfo en los comicios, sino que, antes
bien, tiene que ver con la capacidad con la que cuente para hacer valer
su agenda reformista (sus correcciones al neoliberalismo) sin llegar,
primero, a dinamitar la coalición de intereses que le dio el triunfo; y
luego, sin llegar a tensar tanto la relación con la oposición que como
para que ésta no logre despojar de toda su capacidad de gobierno y de
acción al próximo sexenio.
El próximo sexenio, a diferencia de lo que ocurrió en algunas
sociedades del Sur de América y el Caribe, no cobra vigencia a partir de
un proceso de ruptura con el viejo régimen (y no sólo por los
candidatos a los que se acogió desde la diáspora experimentada por los
partidos del Pacto por México), sino que, más bien, lo hace desde una
posición de concesiones a éste; las sufrientes, en teoría, para que por
lo menos no se bloquee por completo la política social propuesta para
los siguientes seis años. Y es que, a pesar de que la comentocracia
oficialista se esfuerza en hacer notar al ciudadano que Obrador ganó sin
la posibilidad de que otros partidos le hagan contrapeso en, por
ejemplo, la Cámara de Diputados, el Senado de la República y algunas
gubernaturas y legislaturas locales; ello, por sí mismo, no significa
que los causes del bloqueo y el anestesiamiento no provengan desde otros
frentes, por fuera de esas instancias, como lo es el uso político de la
violencia articulada al crimen organizado (el narcotráfico, en
particular).
Llevar a cabo los reacomodos políticos, la reorganización orgánica de los intereses salientes y los entrantes,
no es una tarea sencilla de realizar, y para muestra basta volver la
mirada al Sur de América para observar las agudas dificultades con las
que se enfrentaron los gobiernos de izquierda progresista que emergieron
por toda la región a principios del siglo XXI, requiriendo, en la mayor
parte de esos casos, de proyectos que abarcaron más de un mandato de un
jefe o una jefa de Estado. La agenda de la Coalición, por supuesto,
comparte rasgos con muchos de esos proyectos, sin embargo, también se
distancia en otros rubros —al punto de que la izquierda mexicana muestra
mayor moderación que sus pares sureños.
La cuestión de fondo, aquí, es que incluso y a pesar de esos altos
grados de moderación y de las grandes concesiones que se hicieron a la
derecha mexicana y transnacional (mayormente estadounidense), los
escenarios de una mayor proliferación de la violencia, de un bloqueo
comercial y financiero y de una injerencia extranjera (de esas que en la
literatura especializada se denominan intervenciones suaves)
no son descartables. De hecho, todo lo contrario: México, hoy, se
aventura en un giro socialdemócrata, reformista, progresista, del tipo
que experimentó América cuando el amasiato entre panismo y priísmo
hicieron avanzar más la agenda neoliberal en el país; y lo hace justo en
un momento en el que gran parte del Sur del continente se volcó por
entero a la derecha más intransigente y combativa (Argentina, Ecuador,
Perú, Brasil, Chile, Colombia), mientras que los resabios de
aquel viraje progresista latinoamericano se encuentran asediados por los
bloqueos comerciales y diplomáticos a nivel regional y en instancias
internacionales.
El sexenio de López Obrador arroja un tenue rayo de luz
sobre esas sociedades asediadas, pero también representa un obstáculo
para la continuidad de alianzas que hasta hoy han sido insignes del
neoliberalismo continental (la Alianza del Pacífico, para no ir tan
lejos). Sortear tales dificultades requerirá del despliegue de una
diplomacia robusta, con pilares sólidos y más allá del apoyo expreso a
los principios constitucionales de política exterior, pero además,
exigirá del gobierno entrante un profundo examen de los problemas a los
que se enfrentaron aquellos gobiernos del ciclo progresista para no verse objeto de errores similares.
En suma, la tarea que se tiene por delante, los siguientes seis años,
no es menor, y el cambio de administraciones y de partidos en las
instancias de gobierno y en los poderes federales, estatales y
municipales, no basta, simplemente no es suficiente para dar cabal
cumplimiento con la agenda de gobierno de la Coalición: ya de entrada
porque se tendrá que lidiar con aberraciones como un Miguel Barbosa,
adalid del Pacto por México, siendo gobernador, por MORENA, de Puebla,
pero en particular porque no hay nada que garantice que las diásporas
que cobijó la coalición no vayan a dinamitar a ésta desde el interior o a
cambiar de lealtades y regresar a sus viejos nichos de poder, adversos a
López Obrador y su círculo.
La crítica de la izquierda será más necesaria que en ningún otro
sexenio anterior. Y es que, por muy de izquierda que se proclame la
administración entrante, es la ciudadanía la que debe comprender que la
vigencia de ese proyecto de izquierda se cultiva y se mantiene a partir
de la propia autocrítica —condición irrenunciable—, y a partir de la
complaciente posición de autoindulgencia que ofrece la satisfacción de
haber vencido a la maquinaria electoral del priísmo, el panismo y el
perredismo. Sin duda, puede que para un gran porcentaje de la población
ésta no sea la apuesta que México necesita para salir del atolladero en
el cual se encuentra, a nivel interno y de posicionamiento
internacional, sin embargo, por el momento, es la mejor opción
concebible y practicable en el plano inmediato.
Hoy, en la historia de vida de millones de mexicanos, ellos y ellas
puede decir, con satisfacción, que por primera vez se sienten
representados. ¡En horabuena!
Escrito por Ricardo Orozco
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